AÑO INTACTO
Recién levantada, entro en el salón y me encuentro
con que a través del ventanal se ve un panorama blanco. Una densa niebla ocupa
el pequeño jardín comunitario al que dan mis ventanas. El patio de mi casa, me
gusta llamarlo. Ahora está velado por una capa pálida tras la cual se asoman
tímidamente las formas de árboles y edificios. Como esas hojas de papel vegetal
que preceden a las ilustraciones en los libros antiguos. Por un instante, se me
ocurre que 2024 no se decide a empezar.
Mientras preparo el café en la cocina, sigo espiando el devenir del día que hoy, 1 de enero, se despereza con inusitada lentitud. Todas las mañanas, me acompañan en mi actividad inicial varios dueños de perro que, somnolientos y últimamente también ateridos, pasean a sus amigos caninos por el entorno inmediato de sus viviendas. Hoy no veo a ninguno. Ni durante el desayuno, ni mientras deambulo por la casa poniendo orden, regando plantas, remediando algún pequeño trastorno causado por mis gatos, constatando que una bombilla del baño se ha fundido en el único día del año en que no puedo comprar otra. Al parecer, en año nuevo los perros pierden su derecho a pasear.
Los primeros seres humanos que surcan el paisaje que se dibuja poco a poco tras la niebla son tres jóvenes que caminan al unísono, hombro con hombro, en ordenada formación. Mantienen bastante bien la dignidad, pese a que, según sospecho, no se han acostado todavía. A pesar de la distancia, creo percibir que sonríen. Unánimes y apoyados entre sí, me parecen el símbolo mismo de la amistad. Al poco, aparece una chica que se detiene unos minutos en una esquina. Está sola y se limpia los ojos con un pañuelo, supongo que de papel. La conjunción de soledad y pañuelo me dispara la imaginación: no sé si llora por una mala noche de fin de año o si el frío le está afectando a los lagrimales. Cuando quiero darme cuenta, ha desaparecido, espero que acompañada.
El primer mamífero del género cánido aparece exactamente a las once y dieciséis minutos. Es un perrillo pequeño, abrigado con una mantita de color lila, rasgos ambos que en el imaginario compartido lo convierten de inmediato en mascota de una señora. Va acompañado, sin embargo, por un hombre mayor, de estatura considerable, que recorre el jardín muy despacio, en una dirección y otra, mientras el animalito va metiendo el hocico en todos los rincones. Al poco, una mujer también mayor atraviesa el decorado que se abre frente a mi ventana. Lleva una bolsa de plástico, como si hubiera encontrado alguna tienda abierta en la que comprar. Entonces me doy cuenta de que no queda ni rastro de la niebla. El mecanismo del día se ha puesto por fin a funcionar. Pienso con expectación en este año todavía intacto. Casi dan ganas de caminar por él de puntillas.
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