DICIEMBRE NEGRO

Cuando atravieso una etapa de trabajo especialmente intensa, es habitual en mí hacer lo siguiente: abrir el catálogo de la biblioteca digital que frecuento, desplegar la ventana de materias y elegir el epígrafe que reza «novela negra y suspense». Por alguna razón que no me atrevo a investigar, me relajan sobremanera las historias de crímenes; analizar pruebas y móviles, descartar sospechosos y montar teorías sobre posibles culpables me ayuda a evadirme de los aspectos más feos y estresantes de mi vida laboral. En esta ocasión, andaba yo en busca de una obra algo alejada de los cánones actuales del género, que tiende hacia lo truculento y lo ―para mí― morboso en demasía. Una novela negra dinámica, divertida; un juego de ingenio para desempeñar el papel de modesta investigadora que esclarece enigmas desde su sillón de lectura. Y la encontré en un libro de título sugerente: El hombre que nunca le haría daño a nadie. Su autor, para mí desconocido hasta ese instante, es Roger Rubio, guionista de radio y televisión que se ha lanzado a la carrera de escritor con esta trama policíaca llena de hábiles giros y que destila sentido del humor. El planteamiento fue un reclamo para mí: un aficionado a las novelas policíacas que juega a planificar crímenes comprueba con horror que sus hipotéticas víctimas empiezan a serlo en la realidad. Alguien está materializando los asesinatos que hasta ese momento solo eran el producto de la imaginación de un hombre rutinario y amable, que, como reza el título, jamás le haría daño a nadie. El encargado de la investigación de tan extraño caso es el inspector Domingo Campos, uno de esos encantadores antihéroes a los que nos tiene acostumbrados la novela negra moderna: un tipo con una vida personal no muy afortunada, negado para los detalles prácticos, poco cuidadoso de su salud, hábil en su trabajo, pero sin alardes de astucia ni de valor. Un inspector de policía que fantasea constantemente con otras trayectorias profesionales distintas a la suya, para regresar de inmediato a la realidad ante la llamada de una investigación que no concede tregua ―ni a él ni a sus lectores― para divagar. Al fin y al cabo, como afirma su creador, a pesar de pasarse la vida deseando dedicarse a otra cosa, Domingo Campos es un buen policía. 

Prosigo mi maratón de novela negra con el libro de un autor del que no tenía referencias: No apagues la luz, del francés Bernard Minier. Parte de la responsabilidad de mi elección la tiene la sugerente imagen de la cubierta de la edición de Salamandra. La joven vestida con una llamativa gabardina roja que se dispone a subir una escalera en un paisaje monocromático atrajo de inmediato mi atención y me llevó ―lo descubrí al poco― a comenzar la casa, si no por el tejado, al menos a media altura. Porque No apagues la luz es la tercera novela de la serie protagonizada por el comandante Servaz, que comenzó con la publicación en 2008 de Bajo el hielo. Podría haber interrumpido mi lectura para tomar la serie desde el principio, pero me resultó imposible, porque la doble historia desarrollada por Minier en esta tercera entrega me atrapó desde el comienzo. El comandante Servaz pertenece a esa estirpe de investigadores doloridos y torturados por su contacto con el lado más oscuro del género humano. No apagues la luz nos lo presenta internado en una institución para policías en baja de servicio, aquejado por las secuelas de un profundo trauma relacionado con una investigación cuyas detalles yo, lectora impulsiva y asistemática, desconozco. Pronto queda claro que la razón del desequilibrio del protagonista se deriva de la actuación de un villano aterrador, una especie de Moriarty cuya sombra planea sobre la vida tanto profesional como personal de Servaz: el inteligente y despiadado Julian Hirtmann. Con el investigador fuera de juego a causa de sus problemas psicológicos, Minier comienza una trama de la que es imposible desvincularse: la historia de Christine, una joven triunfadora a la que, de forma imprevista, empiezan a torcérsele las cosas, como consecuencia de la intervención de alguien de identidad desconocida que ha decidido destrozarle la vida. Ella es, qué duda cabe, la mujer de rojo que se apresta en la inquietante portada a subir una escalera que conduce a un lugar ignoto. Minier se sirve de este doble hilo argumental para atrapar al lector y para reflexionar sobre un tema que tiene también dos caras: la capacidad del ser humano para hacer el mal, pero también para resistir frente al dolor que le infligen los otros. 

En 1985, cuando aún le faltaban décadas para deslumbrar al mundo con su impresionante Nos vemos allá arriba, un treintañero Pierre Lemaitre escribió una novela policíaca que no llegó a enviar a editorial alguna. Casi cuarenta años después, tras haber sobrecogido a los amantes del género negro con la serie protagonizada por el comisario Verhoeven, Lemaitre ha decidido dos cosas: abandonar dicho género, que tantos éxitos le ha brindado, y sacar a la luz esta intriga primeriza en la que ya se encuentran bien asentados los rasgos de su obra posterior. La gran serpiente es un artefacto perverso y original que funciona con precisión milimétrica. Todo encaja, no hay detalle gratuito o que no se encadene con otro en una vertiginosa sucesión de hechos que dejan asombrado al lector (incluso al lector habitual de Lemaitre, más que prevenido frente a los giros inesperados). Es difícil reseñar esta novela sin destripar alguna de las múltiples sorpresas que encierra. Solo señalaré la novedad del planteamiento: una venerable señora en la sesentena se acerca en plena calle a un paseante y le descerraja dos tiros. Es el primer sobresalto de los que Lemaitre va dosificando a lo largo de doscientas páginas, con sabiduría no exenta de regocijo. Esta mujer regordeta, de aspecto inofensivo, que despierta en cuantos la contemplan el recuerdo de sus abuelas y que va siempre acompañada por un encantador perro dálmata, es Mathilde, la protagonista de una trama que se precipita a partir del primer crimen sin dejar al lector una tregua para respirar. Siguiendo los pasos de tan singular asesina, tenemos al inspector Vassiliev, un hombre sensato y modesto, de escasas aptitudes sociales pero fino olfato policial. Y en un enigmático segundo plano, la figura del Comandante, nexo entre el presente de Mathilde y su oscuro pasado. Con estos hilos, Lemaitre teje una trama en la que la decadencia física y mental, la vejez y sus limitaciones, ocupan un lugar importante. Un libro que es imposible dejar de leer desde las primeras líneas. No es una sorpresa para mí, a estas alturas, que Pierre Lemaitre haya vuelto a sorprenderme. 

Los senderos de la sierra que he recorrido desde niña en plácidas excursiones dominicales pueden convertirse en escenario de un crimen. La imponente mole del Monasterio de El Escorial puede dejar de ser el objeto de visitas culturales para transformarse en el testigo de una investigación de asesinato. Me he encontrado con esta inquietante ―y estimulante― conversión de paisajes familiares en escenarios de novela negra al abordar la lectura de Un bien relativo, de la escritora hispanoalemana Teresa Cardona. Se trata de la segunda entrega de la serie protagonizada por una singular pareja de la guardia civil, la formada por el brigada Cano y la teniente Karen Blecker, quien, como su creadora, es descendiente de una familia en la que se mezclan nacionalidades distintas. Recién llegada de su trabajo en la Interpol, la teniente Blecker intenta adaptarse a la cerrada vida de la localidad madrileña, donde todo el mundo se conoce, cuyas costumbres se le escapan y en la que no termina de encajar. Pieza fundamental de ese proceso de adaptación es su compañero, el brigada Cano, con el que forma un buen dúo profesional que no deriva hacia una relación de amistad a causa de las reticencias de ambos a mostrar sus aspectos más personales. Leo en una entrevista que Teresa Cardona, que no es nueva en el terreno de la novela policíaca, busca entrelazar sus intrigas con temas de enjundia, que permitan una reflexión sobre la condición humana y sus ambigüedades. En este caso, explora el resbaladizo concepto del bien, tan difícil de precisar y tan vinculado a premisas que cambian según la época y la mentalidad. Para ello desarrolla una doble trama: por un lado, la investigación de la muerte de una monja, una forastera acogida por una comunidad religiosa local para pasar unos días de descanso; por otra parte, una dura historia sucedida cuatro décadas antes, cuyos elementos principales son el maltrato en el seno de la familia, la escasez económica y la injusta situación de las mujeres abocadas a la sumisión y a la precariedad. Estas dos tramas inconexas en apariencia se van alternando con sorprendente soltura; el lector está tan atento a las pesquisas, interrogatorios y pistas de Blecker y Cano como a la terrible vida diaria de una familia humilde en el Madrid de los ochenta. En la confluencia entre ambas historias surge el dilema ético que plantea la autora: lo que es claramente reprobable en la actualidad, ¿lo ha sido en otras épocas? ¿Es siempre nítida la división entre el bien y el mal o existe una tercera categoría, el “bien relativo”?

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