SOBRE LA BARANDILLA
No
considero inaugurada una casa hasta que realizo el siguiente ritual: me levanto
una mañana en que no tengo que ir a trabajar, me acerco andando a algún punto
de interés cercano a la vivienda y lo visito. Suele tratarse de un lugar que ya
conozco, pero que adquiere un matiz distinto, personal y gozoso, derivado del
hecho de haber tardado en acceder a él unos pocos minutos a pie. Pasa así de
ser un simple punto de interés a formar parte de mi vida. Esto me ha sucedido
esta mañana, primer día de vacaciones tras un curso especialmente movido y una
mudanza que ―será cosa de la edad― me ha parecido la más compleja de cuantas he
realizado hasta la fecha. El objetivo de mi breve paseo matutino y de mi ritual
han sido la ermita de San Antonio de la Florida y los hermosos frescos de don
Francisco de Goya que adornan su interior.
Visité por primera vez la ermita hace muchos años, tantos que no recuerdo la ocasión ni la compañía, pero lo que sí tengo claro es que no sentí al entrar en ella la emoción que me ha asaltado hoy. Se podría pensar que esta se derivaba del rito inaugural que me había llevado hasta allí, pero yo me inclino a achacarla a la delicada tarea de restauración llevada a cabo a principios de este siglo por el recientemente fallecido Juan Ruiz Pardo, que ha sacado a la luz ―nunca mejor dicho, porque estas pinturas son pura luz― los colores que habían quedado ocultos con el paso de los años. En cualquier caso, mi sensación al cruzar el umbral ha sido la de ingresar en un espacio de sorprendente claridad: la que se desprendía de la profusión de seres alados encaramados a la bóveda y a las pechinas de la cúpula, que se abrazaban, revoloteaban, descorrían suntuosas cortinas para mostrar al visitante la milagrosa escena representada en lo más alto. Me he quedado boquiabierta, mirando hacia arriba, con el cuello torcido al límite de su resistencia, ignorando los espejos estratégicamente colocados para que el visitante contemple con comodidad las pinturas sin forzar las cervicales. Me he sentido como un paseante que es sorprendido por una extraordinaria bandada de aves; por un instante, me ha parecido oír el batir de las alas sobre mi cabeza. Gran parte de este ejército celestial está compuesto por ángeles de hechuras femeninas ―las célebres “ángelas” de Goya―, a la vez sublimes y humanas, como si el bueno de don Francisco no hubiera podido desprenderse del todo de su temperamento realista y hubiera construido un mundo sobrenatural a base de lo más bello que fue capaz de encontrar en su entorno. Estas “ángelas” se parecen a las majas y las damas que de forma tan exquisita retrató Goya a lo largo de su carrera de pintor. Son mujeres de carne y hueso que, gracias a un acto de fe del artista, han levantado los pies del suelo, agraciadas con el don de volar.
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