ESPÍRITU NAVIDEÑO

No tengo mucho. De hecho, siendo un poco más ajustada a la realidad, diré que carezco casi por completo de espíritu navideño; los que me conocen lo saben bien y no voy a incidir más en ello. Para variar, contaré hoy una pequeña anécdota que me ha hecho atisbar ese talante mezcla de optimismo, ternura y buena voluntad con el que muchos ―quiero creer que son sinceros― encaran estas fechas que tanto recelo nos producen a los émulos del gran e incomparable Ebenezer Scrooge.

La anécdota, como no podría ser de otra forma, tiene que ver con uno de los alumnos más jóvenes a los que doy clase este curso. Los estudiantes de primero de secundaria rondan los once y doce años y, por lo tanto, aún conservan rasgos del territorio mágico de la infancia, en el que a muchos les gustaría quedarse a vivir eternamente. Yo pertenezco a este grupo; no en vano, además del gruñón personaje de Dickens, otro de mis referentes literarios es Peter Pan. Es una de las muchas virtudes de los clásicos: sirven para que uno se sienta acompañado en sus filias y sus fobias.

El alumno del que voy a hablar es revoltoso, disperso y con un sentido del humor que le lleva a gastar constantes bromas como la de hablar con un cerrado acento del este. El hecho de que sea polaco me llevó durante los primeros días de curso a pensar que había aprendido el castellano ya de mayor. No es así: habla un perfecto castellano de Malasaña, barrio en el que lleva habitando toda la vida, pero disfruta haciendo estrafalarias intervenciones en clase con una pronunciación que recuerda a la de los villanos de las películas de James Bond. Este pequeño bromista tiene un hermoso y sonoro nombre polaco. Vamos a llamarlo Jarek. 

Es difícil contemplar una expresión serena en el rostro de Jarek, ocupado como está casi siempre en interactuar con sus compañeros y en sacarles punta a las situaciones. Si acaso, se le descubre tranquilo unos pocos minutos en cada clase, cuando se queda abstraído, reflexionando sobre quién sabe qué, mirando al vacío o contemplando el mundo exterior por la ventana. Pero yo nunca lo había visto como hace unos pocos días, cuando se me acercó al final de la hora con una expresión radiante en su encantador rostro. Estaba yo recogiendo mis objetos para marcharme del aula, cuando se acercó a mi mesa y exclamó: «¡Profe, mañana no vengo a clase, que viene mi padre!» Juro que su rostro desprendía luz en ese instante. Recordé de inmediato que su padre vive en Polonia y que solo lo ve una vez al año. Sentí que su emoción me alcanzaba y exclamé: «¡Qué alegría, Jarek!» Y nos quedamos ambos mirándonos, sonriendo con los ojos y, supongo, también con la boca bajo la mascarilla. Sin que sirva de precedente, creo que un villancico habría sido una apropiada banda sonora para esta escena.

Al día siguiente, cuando enfilaba el pasillo que conduce a la clase de mis alumnos más jóvenes, distinguí a un chico que, con la cabeza gacha, estaba entretenido en revolverse el pelo con las manos. Fue como si se lo cardara con habilidad de peluquero: cuando se irguió, tenía un glorioso tupé en punta y un flequillo que le cubría media cara. «¡Jarek! ¿Qué haces aquí?», exclamé cuando al fin reconocí la identidad del imitador de Eduardo Manostijeras. Me hizo una reverencia para indicarme que entrara primero en el aula. Suspiré: ese día no tocaba imitación de villano soviético, pero se me escapaba el referente de la nueva interpretación de Jarek. Insistí en mi pregunta y él me dio al fin, esquivando mi mirada, una confusa respuesta sobre aviones retrasados y nuevos días de llegada. Se le veía nervioso y revuelto, tanto como su pelo. Me asusté. Temí que le hubieran contado en casa una excusa para encubrir el hecho de que se anulaba la visita anual de su padre.

Esa noche, soñé con Jarek. Al entrar en clase, lo encontraba postrado sobre su mesa. Ante mis preguntas sobre el viaje paterno, se echaba a llorar. Las lágrimas caían abundantes y sin control, como solo les sucede a los niños y a los adolescentes ante los primeros golpes de la vida. Me levanté revuelta, yo también. Era fin de semana. Se aplazaba al lunes la resolución del misterio, que yo temía poco grata.

En el capítulo final de lo que a estas alturas es más historia que anécdota, entré en clase el lunes y me encontré con que faltaban varios alumnos. Me costó un rato que los presentes se sentaran para poder pasar lista. Cuando al fin lo hicieron, descubrí que Jarek no estaba en su sitio. «¡Ha venido su padre!», me contestaron a coro varios compañeros cuando pregunté por él. Seguí pasando lista, sonriendo. Imaginaba a mi Jarek con la cara iluminada por esa luz especial que yo había visto, acompañado de otro Jarek adulto. De nuevo, un villancico habría sido una buena banda sonora. A ese espíritu navideño me aferro para desear a cuantos lean estas líneas una feliz Navidad.

Comentarios

  1. ¡Quién me iba a decir que un escrito mío suscitaría semejante comentario! Muchas gracias por tus amables palabras.

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