NIEVE NEGRA
Los madrileños rara vez tenemos la opción de explorar las posibilidades de la nieve en el entorno urbano. Es, desde luego, un proceso apasionante: su duración, su progresivo cambio de textura y color, su simbiosis con los otros elementos que cubren las aceras y calzadas, su lento derretimiento o su petrificación en estructuras en apariencia indestructibles. Su paso del bello adorno que todo lo embellece al desagradable resto que estamos deseando ver desaparecer.
Más de una quincena después de la nevada de este siglo (y del pasado), no hay calle de Madrid que no tenga todavía algún montículo de nieve negra. Es una especie de recordatorio, un monumento conmemorativo de una experiencia sorprendente que, en cualquier caso, tardaremos en olvidar. La altura y grosor de dichas formaciones varían en función de distintos factores, relacionados con frecuencia con la cercanía al centro de la ciudad. Simplificando un poco, podríamos decir que los habitantes de zonas céntricas tienen alguna mínima montaña negra en su entorno. Las acumulaciones de la periferia alcanzan en cambio alturas considerables: auténticas colinas de color ceniza, de laderas escarpadas, a las que algún colegial poco escrupuloso gusta aún de encaramarse.
El color negro de la nieve ―transmutada en hielo, rota en fragmentos, acumulada y arrinconada como un desecho, a la espera de un servicio de recogida que no termina de llegar― es una paradoja que nos recuerda el carácter efímero de la belleza. Es un negro sucio, formado a partir de la inmundicia del aire y del suelo, como si las montañas heladas hubieran decidido absorber el asfalto maltratado por el tráfico y tragarse la contaminación. Una no puede evitar mirar hacia lo alto esperanzada, con la ilusión infantil de que este cielo ciudadano nuestro esté hoy un poco más diáfano, de que la polución haya sido mágicamente aspirada por los siniestros conos negros que esquivamos en nuestros paseos por las calles recuperadas.
Esta especie de monolitos o pirámides contienen en su interior una compleja amalgama de ramas tronchadas, restos orgánicos, envases desechados. Son unos sombríos trasuntos de los muñecos de nieve que brotaron en las calles los primeros días del temporal. Los vemos derretirse poco a poco, soltando su reguero de agua sucia, devolviendo al suelo su carga de despojos vegetales y basura. Intentamos evitarlos con nuestros pasos y con nuestra mirada. Son tristes como los papeles rotos que en algún momento envolvieron regalos, como los restos de una celebración que hay que retirar cuando las risas y la música son ya historia. Una mañana no los encontraremos en nuestro camino al trabajo y suspiraremos, aliviados. O tal vez ni nos demos cuenta de su ausencia, porque todo habrá vuelto a su lugar. El hielo se habrá derretido, será apenas un tímido reguero que correrá a hundirse en el sumidero más próximo. Cuadrillas de operarios recogerán la basura con diligencia y rapidez variables. Solo cabe preguntarse adónde habrá ido a parar el color, ese negro sin lustre, sucio, opaco, profundamente triste.
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