GIGANTESCO THYSSEN

Según creo recordar, me han llamado la atención en un museo tres veces en mi vida. Y otras dos he estado a punto de recibir una seria advertencia por parte de algún conserje circunspecto. Sírvame de excusa para uno de los casos el hecho de ir acompañada por un jovial grupo de alumnos de doce años. Asumo mi responsabilidad en el resto. No es una mala marca, de todas formas, dado el alto número de museos que visitado ―y revisitado― desde que tengo uso de razón. Pero eso sería, me parece, motivo para otra entrada.

Hoy quiero hablar de uno de esos gozosos sucedáneos que brinda la red de redes para llenar en la medida de lo posible el vacío de los amantes del arte en reclusión. Lo ofrece el Museo Thyssen en su página web y lleva un nombre acorde con estos tiempos digitales: GigaThyssen. Se trata de treinta y seis reproducciones de enorme tamaño y resolución que permiten explorar hasta sus últimos detalles otras tantas obras pertenecientes a la colección permanente del museo. Dicho de otra forma, GigaThyssen ofrece la posibilidad de colocar nuestros ojos a escasos centímetros de los lienzos, como si nos hubiéramos saltado distancias señalizadas físicamente o dictadas por la prudencia más elemental, pero sin el temor de ser reconvenidos por vigilante alguno. Puedo asegurar que para mí es una experiencia emocionante. Girando la rueda del ratón, emprendo un viaje vertiginoso que acaba en la corola de la flor que tiende hacia la Virgen una santa pintada por Murillo; en los diminutos caminantes envueltos en sombras al fondo de un paisaje de Friedrich; en las pupilas llenas de vida de los burgueses retratados por Franz Hals. Compruebo el mágico proceso por el que unas bailarinas de Degas se transforman en un cúmulo de pinceladas luminosas como luciérnagas; la incomprensible descomposición de un paisaje de Van Gogh en gruesas paletadas de pintura que me parece que podría tocar. Descubro las emocionantes grietas que el tiempo ha labrado en el bello, nítido perfil de Giovanna Tornabuoni pintado por Ghirlandaio.

Metiendo de esta forma mi curiosa nariz en lienzos y paneles de madera, en óleos, temples y acuarelas, me he acordado de uno de esos episodios que mencionaba al principio, cuando un conserje de la National Gallery de Londres me lanzó una agria advertencia por acercarme demasiado a un autorretrato de Rembrandt. Yo tenía por aquella época unos inmensos deseos frustrados de perderme dentro de ciertas pinturas. Los sigo teniendo. Eso sí, algo menos frustrados.

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