LOS CUADROS DE MARZO (2020)

La pintora argentina Leonor Fini invierte los roles tradicionales asignados a hombre y mujer en este misterioso cuadro titulado En la torre. Alejándose por completo de la belleza y la pasividad asignadas tradicionalmente en el arte a las figuras femeninas, Fini nos presenta a una heroína oscura que guía con gesto decidido a un hombre semidesnudo, al que invita a adentrarse en lo desconocido. Esta artista, que a lo largo de su vida rechazó con vehemencia el papel de musa asignado a la mujer por sus compañeros surrealistas, es creadora de una obra en la que una y otra vez nos sorprende con imágenes que contradicen los cánones tradicionales. En este cuadro en concreto, la mujer es alta y poderosa, ocupa el lugar central de la composición con su rotunda corporeidad y clava una mirada de firme determinación en su acompañante masculino. Este va cubierto apenas por una vistosa capa que revela más que oculta y mira hacia el frente con la expresión inane de un autómata. Es un prodigio el contraste entre los brazos de una y otro: el que marca el camino en el caso de ella y el que se tiende vacilante, con inseguridad infantil, en el caso de él. En la estela del surrealismo, Fini nos presenta una escena enigmática, cuyo sentido se nos escapa, aunque presentimos que algo inquietante acecha al otro lado del umbral al desvalido personaje masculino, al que intuimos en peligro. Con todo, tengo la impresión de que lo que más asombra y perturba de este cuadro incluso hoy, casi setenta años después de que fuera pintado, es la atípica visión de la relación entre hombres y mujeres que plantea. Materia para la reflexión.

Hace un par de semanas, volví a visitar después de mucho tiempo la colección permanente del Museo Thyssen. Entre todos los reencuentros agradables que se produjeron durante mi visita, destaco el que tuve con este lienzo de pequeñas dimensiones, obra de un autor que me encanta y que, por una omisión inexplicable, no había hecho acto de presencia hasta hoy en esta sección: Jean Antoine Watteau. Pierrot contento es un cuadro que no puedo mirar sin sonreír. Los que me conocen bien ―entre ellos incluyo a mis alumnos de Literatura Universal― saben de la simpatía que me suscita el mundo de la Commedia dell’Arte, con sus compañías ambulantes, sus representaciones improvisadas, sus personajes básicos mezcla de ingenuidad y aguda sátira. Desde su exquisitez de pintor dieciochesco, Watteau da una nueva visión, dulce y estilizada, de la vieja comedia italiana. No es la única vez que convierte en protagonista de su pintura a Pierrot, versión francesa del ingenuo criado Pedrolino. Y lo hace dotándolo de un delicioso candor, de una ingenuidad irresistible. Los que lo rodean, a medio camino entre cortesanos y personajes de comedia, parecen sumidos en el disfrute de la música y de la conversación. Sentado en medio de ellos, destacando por el blanco de su traje y en una perfecta frontalidad que denota su total franqueza, Pierrot nos dedica la mejor de sus sonrisas. No es extraña su felicidad: está en inmejorable compañía. La escena galante está envuelta por la pátina de suavidad habitual en su autor, a la que el tiempo ha sumado su labor de desgaste. Dije al comienzo de estas líneas que no podía contemplar este cuadro sin sonreír. La oscuridad que envuelve este encuentro entre amigos, las grietas en la pintura que fraccionan el gesto infantil del protagonista, me producen a la vez una inevitable melancolía. Es como el recuerdo de esas escenas de infancia que nos llegan teñidas por la tristeza de su carácter irrecuperable.

Evoco la visita al Museo Thyssen de la que hablé en mi anterior comentario con la extraña sensación de que sucedió hace mucho tiempo: percepciones temporales distorsionadas, fruto de la clausura. Me recuerdo de forma especial deambulando por la sala 43, la dedicada a los pioneros de la abstracción, para contemplar desde distintos ángulos el cuadro titulado El bosque, de la pintora rusa Natalia Goncharova. Más que nunca, he de decir que ninguna reproducción puede recoger la fuerte impresión que produce esta obra vista al natural, con su cambiante juego de claridad y sombra. Leo en la página web del museo que se trata de un claro ejemplo del rayonismo, movimiento de vanguardia interesado en el estudio de la luz y de su percepción por parte del ojo humano, lo que llevó a los artistas a interpretar la realidad como una suma de rayos procedentes de una fuente luminosa. Cuestiones teóricas aparte, es fascinante contemplar este cuadro desde distancias y ángulos variados y descubrir que el bosque en él representado puede ser lo mismo un ámbito oscuro que invita a la introspección que un territorio en llamas. Por más que uno se aleje e intente concentrarse en otras obras expuestas en la sala, El bosque siempre está ahí, obligándonos a volver la vista hacia él, reclamando nuestra atención con su ambiguo reclamo: un recordatorio de las múltiples facetas de una realidad que interpretamos como única.

Desde hace una semana, una amiga está compartiendo en Facebook obras de arte que tienen como tema central las ventanas. Este elemento cotidiano, que tanta fortuna ha tenido en pintura y fotografía a lo largo de la historia, ha cobrado en los últimos tiempos un significado que nunca creímos que tendría. Los cuadros que nos muestran ventanas abiertas sobre un paisaje o personajes mirando el exterior desde detrás de un cristal nos producen ahora sensaciones encontradas: identificación, melancolía, angustia, esperanza de reintegrarnos pronto a ese mundo de afuera que de momento nos está vetado. Entre todos los que ha compartido en su muro la amiga de la que hablaba al principio, me quedo ―y conste que me ha costado elegir― con la obra de la pintora alemana Gabriele Münter, fundadora, junto a Kandinsky y Franz Marc, del movimiento El jinete azul, emblema del expresionismo. Desayuno de los pájaros es el título del cuadro, colorido y encantador, que encabeza estas líneas. La ventana con su doble hoja es el elemento central de esta escena en la que todo parece estar compartimentado a imagen y semejanza suya. La composición es de una absoluta simetría: la figura femenina situada en el centro que divide la mesa en dos, los enseres del desayuno que se reparten a uno y otro lado, la doble cortina que sirve de marco como si se tratara de un escenario teatral. Los únicos que osan romper las reglas de este mundo equilibrado son los pájaros, que se han desplazado hacia la izquierda y exhiben sus brillantes plumajes sobre las ramas cubiertas de nieve de un árbol. Ellos son los auténticos protagonistas y por ello el foco de nuestra atención. Poco podemos saber acerca de la mujer que nos da la espalda en una absoluta frontalidad. Tan solo que, cobijada tras los cristales, contempla desde su cálido interior la escena invernal que, gracias a los colores del fauvismo, nos parece un poco menos fría.

Comentarios