EL VIRUS DEL REALISMO
Hasta hace muy poco, yo era una de
esas personas que casi nunca se ponen enfermas. O que, en el caso de que se
vieran asaltadas por alguna dolencia, contraían una lo bastante benigna como
para permitir que la actividad diaria prosiguiera. Me recuerdo lagrimeando en
clase y cojeando por las escaleras del instituto; en una ocasión, uno de mis
alumnos más jóvenes me preguntó, sobrecogido: «¿Por qué lloras, profe?»
(la escena habría sido mucho más conmovedora, sin duda, de no haberse tratado
de un episodio gripal).
Pero las cosas han empezado a
cambiar recientemente. Para ser más exacta, este pasado invierno, que he
atravesado con un singular empeño en acaparar catarros, alergias y afonías. El
más reciente episodio de esta cadena de contratiempos lo he protagonizado estos
últimos días. Responde a esa vaga y amenazadora denominación bajo la cual
encuadramos una amplia gama de dolencias indeterminadas: he contraído un virus.
Lo bastante malintencionado y fastidioso como para dejarme dos días fuera de
combate, con la consiguiente sensación de desconcierto que producen las bajas
laborales, por breves que sean. Son una pausa artificial, una especie de
cápsula en la que uno se refugia mientras el mundo prosigue su andadura al otro
lado del cristal. Mejor no pensar en las actividades que se posponen, los
compañeros que se ven afectados, la planificación que se desbarata, los plazos
que serán ya imposibles de cumplir (por otra parte, los plazos suelen serlo
siempre). Hay que concentrarse en recuperar las fuerzas lo antes posible y
mantener la calma y la relajación. Para ese fin, yo me ayudo de la lectura.
Nunca, hasta ahora, he padecido una enfermedad tan grave que no me haya
permitido leer.
Esta pausa de dos días me ha
pillado en plena búsqueda de una lectura adecuada para mis alumnos de
Literatura Universal, con los que me dispongo a comenzar el tema del Realismo.
En consecuencia, me he refugiado en mi habitación en inmejorable compañía.
Ibsen, Strindberg, Chéjov y Gogol se agolpaban sobre mi mesilla en precario
equilibrio, esperando a ser leídos. Hacía mucho que no disponía de tanto tiempo
para desconectar del mundo y concentrarme en mis libros. Esta entrada no va a
tratar, por lo tanto, de desagradables afecciones estomacales ni procesos
febriles, sino de cosas mucho más interesantes, como mi reencuentro con la
señorita Julia y con Nora Helmer o mis viajes a lo más profundo de la miseria y
la locura del pueblo ruso.
Primero vino Julia, la desenfrenada
heroína de Strindberg, atrapada en un duelo de atracción y poder con su criado,
en una noche de San Juan que envuelve a los personajes y los empuja a sacar a
la luz sus impulsos más ocultos, como si fuera la última noche posible.
Recuerdo el profundo impacto que me causaron las obras de Strindberg que vi
representadas cuando era muy jovencita. Hay algo furioso en este autor, que me
revolvió por dentro cuando aún tenía poco bagaje teatral a mis espaldas y que
me sigue revolviendo ahora, tantos años y tantas obras después. Me pasma la
audacia de este dramaturgo de finales del XIX para dar vida a un personaje
femenino tan transgresor.
De igual manera,
me deja clavada en el asiento el desenlace de Casa de muñecas de su contemporáneo Ibsen, con ese discurso
final de Nora que es el ejemplo máximo de la valentía con que una mujer puede
afrontar su tradicional papel de sumisión al varón. ¿He escrito que me ha
dejado "clavada al asiento..."? Será cosa de la fiebre, pero me he
sentido trasladada al patio de butacas del teatro de Copenhague donde, en 1879,
Nora Helmer lanzó por primera vez esta respuesta a la recriminación de su
marido sobre sus principales deberes, los de esposa y madre: «No creo ya en eso. Creo que, ante todo, soy un ser
humano igual que tú…, o, cuando menos, debo intentar serlo».
Después de ese interludio teatral,
me he ido a Rusia. Allí me esperaba el maestro Chéjov para enseñarme, con su
mirada tierna e implacable, un grado más bajo en la miseria y la explotación
humana de lo que las personas de nuestro entorno somos capaces de concebir. Un
pequeño aprendiz que escribe una carta que nunca llegará a su destino para
pedirle a su abuelo que lo rescate de las duras condiciones en que vive, una
doncella en estado de semiesclavitud privada hasta del derecho al sueño, un
cochero que solo pueden hacer partícipe de su dolor por la muerte de su hijo al
único ser dispuesto a escucharle, su caballo: son algunos de los protagonistas
de los relatos contenidos en el libro Los campesinos. No se puede hacer literatura más hermosa con temas más tristes.
El viaje final lo he emprendido de
la mano de Gogol y suDiario de un loco. Ha sido un viaje doble, ya que
conforme lo he terminado he vuelto a empezar su lectura; tenía que distinguir
hasta dónde llegaban mi confusión y mi estado febril y dónde empezaba el
alucinado periplo del protagonista, un funcionario que se aleja de su vida gris
y sin horizontes para ingresar en un territorio donde la realidad se transmuta
y cobra tintes unas veces cómicos y otras de pesadilla. Me ha conmovido el
proceso de deterioro mental de este pobre hombre sin expectativas que primero
oye dialogar a los perros, que más tarde se deja llevar por los delirios de
grandeza, creyéndose un rey que vive de incógnito, y que finalmente, en el pozo
más negro de la locura, vuelve su recuerdo hacia la casa de su infancia y pide
ayuda a su madre, en un final por completo desolador: «¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el
mundo no hay sitio para él».
Apenas aligerada mi mesilla de libros pendientes,
empiezo a mirar con interés mi volumen de novelas cortas de Turguénev, que me
aguarda expectante desde hace tiempo en la estantería. He comprobado también
que en mi biblioteca digital está disponible una amplia antología de relatos de
Chéjov y mi dedo índice ha pulsado la tecla de "prestar" sin
consultarme siquiera. La doctora a cuya consulta acudí ayer habló de que había
contraído un virus. No precisó más. Creo que se le olvidó decirme que era el
virus del Realismo.
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