COLECCIONISTAS DE PALABRAS

Si el que lee estas líneas se ha dedicado en alguna ocasión a la enseñanza, sabrá hasta qué punto las horas de guardia son momentos peculiares en el horario de un docente. Son con frecuencia fuente de problemas y conflictos, pero también de descubrimientos sorprendentes. En ellas he encontrado, a lo largo de mi carrera de profesora, lo mejor y lo peor de mi oficio.

Explicaré para los profanos en la materia: horas de guardia son aquellas en que un profesor se encuentra sujeto a las necesidades del centro, para sustituir a cualquier compañero ausente por enfermedad o por participación en una actividad extraescolar. Cuando se acerca ese fatídico momento señalado en el horario personal, uno consulta con expectación el parte de guardias y se encuentra con el que será su destino en la siguiente franja horaria: la libertad, entrar en un grupo de alumnos a los que se imparte clase o vigilar a completos desconocidos. Las guardias son, de todas mis obligaciones laborales, las que me causan más zozobra. A pesar de mis años de experiencia, siempre las abordo pensando que voy a ser incapaz de mantener el orden en un grupo de alumnos que no me conocen y a los que no puedo dominar con las armas del trabajo pendiente o de las calificaciones.

Ayer me tocó sustituir a una compañera en un grupo de bachillerato en el que imparto clase de Lengua. Iba por ello muy relajada; conocía a los chicos y los sabía tranquilos y razonables. Todo iba a salir bien. Cuando entré en el aula, noté esa curiosa atmósfera que percibimos al irrumpir en un lugar en el que no deberíamos estar en ese momento. En seguida comprendí la razón de mi desconcierto: ningún alumno estaba sentado en su sitio habitual. Habían formado estrechos grupos de tres o cuatro personas, moviendo sillas y dejando grandes vacíos entre ellos. La clase parecía el resultado de un vendaval que hubiera cambiado de lugar las piezas habituales. No le di importancia; me acerqué a la tarima y coloqué mis cosas en la mesa del profesor. Los chicos charlaban apaciblemente y no me pareció necesario llamarles la atención ni exigirles que realizaran trabajo alguno. Decidí dejarles ese rato de descanso para que siguieran ejerciendo su papel de seres civilizados, capaces de relajarse sin producir ninguna distorsión. Fue entonces cuando descubrí a los coleccionistas de palabras.

Estaban sentados muy juntos en la primera fila. Dos chicas y un chico, ninguno de los cuales se sienta allí habitualmente. Una de las chicas realizaba una tarea manual a la que no presté atención. Los tres hablaban con entusiasmo, entre risas, solapándose unos a otros. De pronto, el chico se dirigió a mí: «Profe, dinos una palabra que te parezca especial». Estoy acostumbrada a las ocurrencias de este muchacho, así que me tomé mi tiempo. Le pedí que concretara. ¿Especial, en qué sentido? ¿Por su contenido, por su sonoridad…?

―Por su contenido ―se apresuró a contestar el chico.

―Por cómo suena ―respondió casi a la vez una de sus compañeras.

Los miré ya con franco interés. Indagué la razón de semejante pregunta. Me respondió la chica que no había hablado hasta el momento, que era la que permanecía enfrascada en una tarea manual que no había interrumpido.

―Estoy decorando mi agenda con palabras especiales ―me dijo.

La miré: en efecto, había forrado su agenda con plástico blanco y, armada con un rotulador negro, estaba escribiendo sobre las cubiertas.

―Como persona adorable que es ―intervino su compañera―, hace cosas adorables.

No sé si lo decía o no con ironía; a mí me pareció, en efecto, una tarea adorable. Tanto, que me quedé mirando el vuelo del rotulador sobre la superficie blanca y brillante y me costó responder a la pregunta planteada. Nunca mejor dicho, me había quedado sin palabras. «A mí me gustan mucho los esdrújulos», dije al fin, saliendo de mi ensimismamiento. El chico acudió en mi ayuda. «¡Onírico!», exclamó. Su aportación fue saludada con entusiasmo, también por mí. Onírico era, sin duda, una palabra preciosa.

―La voy a poner en mayúsculas ―dijo la joven artesana, aprestándose a la labor.

Yo me estrujé el cerebro para contribuir a la curiosa decoración. Me acordé de haber leído hace años en un periódico (no recuerdo cuál) que se había pedido a los lectores que votaran su palabra favorita. La que ganó fue sosiego.

―¡Sosiego! ―exclamaron las dos chicas al unísono.

Estaba claro que les había parecido preciosa también: la decoradora de agendas se apresuró a incluirla, esta vez no sé si en mayúsculas o no.

Durante un rato los oí bromear y debatir, con las cabezas muy juntas. Yo intentaba preparar la clase de la hora siguiente, pero no era capaz de leer texto alguno sin verlo como un desfile de palabras que se exponían a mi juicio crítico, a la espera de resaltar como una palabra especial. Al poco, encontré otra: tiniebla. Fue saludada con alborozo e incluida en la agenda.

Desde que me ocurrió esto ayer por la mañana, no paro de pensar en palabras especiales. Hablo, leo, escucho la radio, me comunico por breves mensajes a través del móvil. Las palabras se despliegan ante mí, algunas con timidez, otras más seguras de sí mismas, esperando ser incluidas en la lista de las elegidas. He encontrado algunas que me convencen: ensimismamiento, añoranza, tenebroso, turbulento, noctámbulo (un esdrújulo, por fin). No todas tienen significados sombríos; ahí esta la sonoridad limpia, rotunda, de claridad. No todas son largas ni complicadas, sino que algunas despiertan resonancias con el mínimo toque de sus escasas letras: azar. Desde ayer, estoy presa de las palabras. Para qué me voy a engañar: lo he estado toda mi vida.

Comentarios

  1. Precioso artículo, como siempre Beatriz. Ahí van unas cuantas de las mías: anidar, volar, espejismo, ensueño, almíbar, matraz, pincelar, emanar, brotar, delicadeza, firmamento... Un abrazo Pili Zori

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    1. Uno se define por las palabras que le gustan. Las tuyas son aéreas y elegantes; con eso está dicho todo. Un abrazo.

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  2. Me encanta!!!! Me gusta tanto que voy a usar tu relato con tus antiguos alumnos... Eso sí, no esperare una respuesta muy entusiasta de su parte... Ya te contaré.

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    1. ¿Con mis antiguos alumnos...? Un resfriado inoportuno me ha tenido tan obtusa durante estos días que he tardado en reaccionar. Ya me contarás. Eso sí, te daré un consejo que tu me diste (o parecido) alguna que otra vez: ve esperando lo mejor de ellos. Sólo así te lo darán.

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  3. Genial. Te regalo una palabra, que conocerás, pero que a mí sí me parece especial: apapachar.

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    1. Pues no, no la conocía, pero me resulta encantadora. Candorosa, cercana, cálida, como sólo puede serlo el abrazo de un amigo.

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