LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2017)

A comienzos del verano que acaba de terminar, abandoné un taxi en medio de un atasco en la autopista metropolitana de Tokio y huí por una escalera de emergencia que conducía a un nivel inferior. Perdón: lo que acabo de narrar no lo hice yo, sino Aomame, una de las protagonistas de esta larga e intensa novela de Murakami. Fue, en cualquier caso, una acción que me afectó de forma especial, uno de esos comienzos de historia que no olvidaré fácilmente. Será difícil convencerme de que fue otra persona quien tuvo que saltar una verja de hierro para afrontar el vertiginoso descenso. Porque no se trataba de la sencilla acción de bajar unos escalones, sino que supuso abismarse en las profundidades de un mundo desconocido dominado por una doble luna, en el que unos misteriosos personajes llamados Little People campan por sus respetos y en el que extrañas crisálidas hacen materiales a seres venidos de otra dimensión. En el que el simple contacto de las manos de dos niños los convierte en dos seres predestinados a reencontrarse al cabo de dos décadas: se trata del mundo de 1Q84. Más de mil páginas después, me dispongo ―también me resisto, en parte― a abandonar ese peculiar universo que, como suele suceder en las obras de este novelista, supongo que no llegaré a comprender del todo. Mejor así. Murakami lleva unos cuantos años y bastantes libros demostrándome que puedo aparcar la razón sin por eso sentirme perdida. No sé si este libro ―estos tres libros, en realidad― largo, repetitivo y de ritmo lento me habría causado idéntico impacto en otra etapa de mi vida. Creo que no y que ha llegado en el momento más oportuno. En épocas de desazón y de pérdida de referentes, nada mejor que fugarse a un universo paralelo. Gracias a Murakami, las salidas de emergencia para huir de atascos de todo tipo están garantizadas.

Chelo Sierra es una escritora a la que no conozco en persona, pero con la que me siento curiosamente vinculada. Aparte de ciertas coincidencias en nuestra trayectoria como narradoras (premios literarios en común), hemos mantenido contacto a través del correo, hemos compartido expectativas en la publicación de nuestros libros más recientes y finalmente hemos intercambiado estos cuando vieron la luz. Fue así como llegó a mis manos este libro de relatos de original y oportuno título: La mirada del orangután. Partiendo de la imagen de la lúcida mirada de un animal lo suficientemente próximo a nosotros para entendernos, pero lo bastante alejado para observarnos con imparcialidad, Chelo Sierra pasa revista en sus relatos a una variada galería de comportamientos y actitudes humanas, y para ello adopta puntos de vista dispares: el distanciamiento, la implicación sentimental, la sorpresa, el absurdo, el humor. Demuestra así que puede ser divertida, aguda, entrañable, desgarradora, o todo ello a la vez. Esta autora versátil y de pluma ágil tiene la capacidad de sorprender y de emocionar a partes iguales. Sus historias me han hecho reír y también me han tocado en lo más hondo. Destaco el extraordinario relato titulado Garimpeiro, la conmovedora historia de la amistad entre dos adolescentes y sus profundas repercusiones posteriores. También aquellos que dejan traslucir el amor que la autora siente ―así me consta― por los animales. Leyendo sus páginas me he reconocido y me he sentido comprendida una y otra vez. Espero tener muchas oportunidades más de sentirme cercana a esta autora que ha sido para mí todo un descubrimiento.

He regresado a Comala tres décadas después de mi primera visita. El mismo tiempo que pasa el cacique Pedro Páramo esperando el retorno del único ser capaz de conmoverlo, su amada inalcanzable, Susana San Juan. Más o menos el mismo que le lleva a uno de sus múltiples hijos ilegítimos, Juan Preciado, regresar al pueblo de su padre a reclamarle la atención que nunca le ha brindado. Guardaba de mi primera incursión un recuerdo misterioso: el de las voces espectrales que dialogan en el ámbito del pueblo vacío. En este segundo viaje ―que ha sido doble: nada más acabar he vuelto a iniciar la lectura, en un intento de atrapar los detalles que se me escapaban―, se ha impuesto la voz del narrador, su hermoso lenguaje plagado de localismos y de poesía. Lo que está claro es que nunca un libro tan breve ha sido tan rico para mí en lecturas; en cada revisión descubro conexiones que había pasado por alto, alusiones cuyo alcance no había llegado a captar del todo. A pesar de mi insistencia, hay pasajes (como el misterioso diálogo entre la pareja de hermanos incestuosos) que quedan en la penumbra de lo que no puede ser comprendido racionalmente pero tiene un enorme poder de sugerencia y perturbación. Tal vez un futuro viaje despeje los enigmas de este libro infinito. De una cosa no me cabe duda tras esta relectura doble: tras la primera visita, nunca se vuelve a salir del todo de Comala.

Por distintas razones, esta temporada he recuperado del baúl de la memoria dos libros a los que accedí siendo muy joven. Curiosamente, se trata de dos obras duras y difíciles, que transmiten una visión oscura de la vida y que lo hacen invitando al lector a realizar el esfuerzo de interpretarlas. Después de releer Pedro Páramo, he vuelto a viajar al universo sombrío, primitivo e implacable de La muerte y la primavera de Mercè Rodoreda. «Sólo esta pena de dormirse y de despertarse y de sentirse una vida que no sabes de dónde viene y que se escapará sin que sepas por qué te la dieron y por qué te la quitan». Así define la existencia el protagonista-narrador de esta historia sombría y misteriosa. La muerte y la primavera es probablemente la novela menos leída de su autora. Contribuyen a ello la dificultad de su estilo, su contenido brutal y sin concesiones y el hecho de ser una obra inacabada, que se suele editar con una serie de anexos en los que se incluyen otras versiones de ciertas escenas o material descartado por la escritora. No es, desde luego, una novela de lectura agradable; de hecho, yo me lo pensaría mucho antes de recomendársela a alguien. Lo que sí puedo afirmar es que se trata de una obra que no se parece a nada que yo haya leído nunca. Rodoreda nos sumerge ―literalmente: el primer capítulo se abre con el protagonista metiéndose en el río― en un mundo oscuro y primitivo, indeterminado geográfica y temporalmente, en el que criaturas de pulsiones brutales viven, se enfrentan y mueren arropadas por una naturaleza sin domesticar. Esta historia circular que evoca el ciclo implacable de la vida está narrada con un estilo entrecortado, que sigue el hilo de los pensamientos del protagonista, y que está plagado de imágenes enigmáticas, de una belleza deslumbrante. Es una novela difícil de digerir e imposible de olvidar. Yo la leí por primera vez hace casi treinta años y tenía clavadas en mi memoria de lectora ciertas escenas: los moribundos que abren la corteza de un árbol para meterse en su interior y fundirse con la vegetación; los condenados a nadar por el río que pasa bajo el pueblo y que en su cruel periplo chocan con las rocas y se convierten en hombres sin rostro. Cuando seguimos recordando detalles de un libro después de tanto tiempo, es que sin duda se trata de una de las grandes lecturas de nuestra vida.

Rara vez afronto la lectura de un libro sin tener información previa sobre él: datos sobre el autor, género, anecdotario variado que rodea su publicación e incluso elementos del contenido. ¿He dicho “rara vez”? Rectifico: nunca. Antes de leer, me informo siempre. Casi como si fuera a hacer un estudio sobre el libro que me dispongo a empezar. Es, supongo, un residuo de mi época de filóloga del que no he conseguido librarme. Sí, sí: he dicho “librarme”. Porque me parece una costumbre pésima, que arruina componentes tan maravillosos y consustanciales a la lectura como la frescura, la sorpresa, el desconcierto, el sobresalto. Digo todo esto porque, en lugar de escribir mi breve reseña habitual sobre lo que estoy leyendo, voy a dedicar estas líneas a hacer un aviso para los que se sienten atraídos por la última novela de Paul Auster. Querido lector: si estás pensando en leer 4 3 2 1 y tienes la suerte de no haber oído entrevista alguna de las que concedió su autor en su gira de presentación del libro, ni haber leído reseñas en revistas, ni tener un amigo que con su mejor intención te ha desvelado el secreto que subyace tras la trama de estas casi mil páginas, no esperes más y lánzate a la lectura. Y si no entiendes algo, o te pierdes, o tienes que volver atrás, no desesperes: confía y sigue adelante. Es parte de la aventura de leer. Bendito tú que no sabes dónde está la clave y la vas a descubrir por tus medios, como un aventurero de verdad. 

Apegos feroces es el certero título de este libro de memorias de la autora estadounidense Vivian Gornick. En él se recrea la relación entre la escritora y su madre, una relación complicada (¿hay alguna que no lo sea?), marcada por una vinculación estrecha y un constante estado de turbulencia afectiva. A lo largo de los años, madre e hija se pelean, recelan mutuamente, reproducen las actitudes de la otra, son incapaces de comprenderse, amenazan con separarse para siempre, vuelven a juntarse una y otra vez y, sobre todo, pasean juntas por las calles de Nueva York, en un devenir que sirve de hilo conductor que engarza los recuerdos de infancia de la autora. Un apego, en definitiva, feroz, el que unió a Gornick, una intelectual liberada y feminista, y a su progenitora, una judía de educación tradicional que dejó escapar su vida llorando la ausencia de su difunto esposo. Como telón de fondo de esta impetuosa relación, vemos desfilar a un buen número de personajes interesantes, los hombres de la vida de la hija y las vecinas de la casa de su infancia, mujeres marcadas por una existencia precaria y por la sumisión a sus maridos. Dos formas diametralmente opuestas de entender la posición de la mujer en las relaciones sentimentales y en el mundo laboral, encarnadas en esa pareja en constante estado de rebelión que forman la madre y la hija. Verlas pasear por las calles de Manhattan, discutiendo y queriéndose a su alborotada manera, es toda una delicia. Uno no puede dejar de quererlas y también, por qué no, de sentirse reconocido en ellas.

«Quería seguir deslizándome entre la gente, entre las cosas, como un pez que remonta un torrente». Así habla de sí misma Laila, narradora y personaje central de El pez dorado de Le Clézio, una novela breve e intensa, que en poco más de doscientas páginas cuenta los innumerables avatares que jalonan la lucha por la supervivencia de la protagonista entre los seis y los veintiún años. En esta especie de novela picaresca moderna, Laila, una niña robada y vendida como esclava, cambia una y otra vez de residencia, sirve a amos variados y se relaciona con un sinfín de personajes de toda condición. Su periplo la lleva a Rabat, París, Niza, Boston y Chicago; se codea con prostitutas, ladrones, drogadictos, pero también con gente acomodada, que con frecuencia supone para ella un peligro de otro signo, no menos amenazador. Le Clézio aprovecha la trama llena de personajes y de pequeñas historias para hablar de la inmigración, de la mezcla de razas, del desarraigo y de la más profunda de las soledades, la de no pertenecer a ningún grupo. Laila es ese pez dorado del título: hermosa y libre, foco de atención para todos, se escurre entre los dedos de los que intentan atraparla y prosigue su viaje, valiente e insobornable, en busca de la clave que le desvele el misterio de su origen.


Mientras paseaba entre los estantes en mi última visita a una biblioteca pública, me sentí observada por la incisiva mirada que se asoma por encima de unas baldas de libros en la cubierta de esta edición de La secta de los egoístas de Eric-Emmanuel Schmitt. El efecto fue inmediato: me detuve, saqué el libro de la estantería, eché un vistazo a la sinopsis… y me lo llevé para adelantar su lectura a la de otros que tenía en lista de espera desde hacía tiempo. La secta de los egoístas parte de un planteamiento curioso e intrigante: un erudito descubre en un libro antiguo una referencia a una extravagante corriente filosófica del siglo XVIII cuyas huellas parecen haber sido borradas a propósito en la posteridad. A partir de ahí, inicia unas pesquisas que lo llevan ―y a nosotros con él― a bucear entre singulares escritos y a replantearse su concepto de la realidad. En una vistosa pirueta estilística, Schmitt incluye pasajes de los textos que jalonan la investigación de su protagonista, emulando los estilos de épocas y géneros diferentes. Contemplamos así al peculiar creador de la secta que da nombre a la novela desde las más variadas perspectivas: el anecdotario de la época, el diálogo filosófico, el relato de tintes románticos, la historia del testigo accidental. Una obra original y sugerente, que se lee de una sentada y que demuestra que la filosofía da para mucho más que los usos ―académicos, serios y distanciados― a los que habitualmente la tenemos restringida.

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