LOS CUADROS DE JULIO (2017)


El pintor polaco contemporáneo Darek Grabus nos da una límpida visión del verano en el cuadro titulado Jugadores. La sencillez de líneas, la claridad de la composición y los colores planos son rasgos habituales de este pintor, que combina el tratamiento realista de las figuras humanas con una simplificación del entorno. Sus personajes, con frecuencia sentados en la playa o en terrazas que se abren al mar, parecen suspendidos frente a un verano eterno que es más una imagen mental que un espacio físico. De entre las obras de este artista que recrean el ambiente estival me gusta sobre todo esta, en la que el elemento emotivo cobra un especial relieve: el muchacho sentado en primer plano parece contagiarse de la sombra que el muro arroja sobre él mientras observa a otros jóvenes inmersos en un juego en el que él no participa. La escena nos habla de la soledad del que se siente excluido, de la felicidad ajena que con frecuencia pone más de relieve la tristeza del que la contempla. Las tres franjas que representan el cielo, el mar y la arena conforman un escenario geométrico, casi metafísico, para este pequeño drama cotidiano. A mí me da la sensación de que hay más razones que las evidentes para que el protagonista siga siendo solitario: lo que contemplan sus ojos es tal vez un verano del pasado, un producto del deseo o un fruto de su imaginación.

De todas las interpretaciones pictóricas de los ángeles que recuerdo haber visto (unas cuantas de las cuales han desfilado ya por esta sección), esta es, sin duda, la más humana y melancólica. Filippino Lippi pintó Busto de un ángel cuando el siglo XV estaba a punto de terminar, y con él revisó el mito de los seres alados, andróginos y sobrenaturales, dotando a su protagonista de una conmovedora fragilidad. Aislado de todo contexto, este joven que inclina la cabeza en actitud a la vez expectante y pesarosa nos parece un muchacho que aguarda un castigo o contempla una escena que le entristece; si lo despojamos de sus señas de identidad, las alas y la aureola, nos resulta un ser vulnerable e imperfecto, profundamente humano. Como es habitual en él, Filippino Lippi trabaja con esmero los cabellos y ropajes, pero se aleja de una visión estética y edulcorada de su angélico protagonista, que no resulta bello y distanciado como muchos de sus congéneres quattrocentistas, sino que parece lastrado por una emoción que lo sitúa más del lado terrenal. Yo no me canso de contemplar la expresión de su rostro, sus labios entreabiertos, la sombra oscura que subraya el desaliento de su mirada. Cercano y corpóreo, este ángel tan humano parece incapaz de usar sus alas para elevarse sobre la tristeza del mundo.

Hace unos días, una amiga de Facebook expresó en su muro su admiración por esta obra de Adolfo Fernández Rodríguez. Fue para mí un doble motivo de sorpresa: porque se trataba de un artista del que no tenía referencias y porque la obra en cuestión, según constaba al pie, está realizada a lápiz sobre papel. Increíble. Como ya he afirmado más de una vez en este blog, los pintores que son capaces de conjugar una reproducción casi fotográfica de la realidad con un punto de vista personal y una capacidad de sugerencia ejercen sobre mí una atracción poderosa. Despliegan frente a nosotros su extraordinaria pericia para captar la luz y las texturas, pero van más allá y nos conmueven, nos inquietan o emocionan. No son simples reproductores del mundo material, sino recreadores que nos devuelven la vida tras hacerla pasar por su filtro. No cabe duda de que Adolfo Fernández Rodríguez pertenece a este grupo. Y ese proceso de transmutación lo realiza armado con el más sencillo de los instrumentos de dibujo. Esta maravilla tiene además un título precioso: It rained when I met you. La melancolía de las viejas canciones tiñe un pequeño detalle de la realidad, una acera encharcada que, de pronto, se llena de sugerencias que disparan nuestra imaginación. Lluvia recordada, asociada a momentos felices y perdidos. La realidad, enriquecida por la mirada del artista.

Como buen pintor simbolista, Puvis de Chavannes posee el don de sugerir. La que es quizá su obra más célebre, Jóvenes al borde del mar, parte de la tradición de las bañistas que tan felices resultados ha dado a lo largo de la historia del arte. Las figuras de Chavannes son escultóricas, tienen los volúmenes definidos y posan artificiosamente, detenidas para nosotros en actitudes premeditadas y elegantes. A la vez, están dotadas de enorme misterio y melancolía; las del primer término parecen sumidas en una profunda ensoñación y nada sabemos del estado de ánimo de la muchacha que nos da la espalda mientras peina su larga cabellera. Estas tres jóvenes están juntas en el estrecho espacio que recrea el pintor, pero a la vez separadas por la divergencia de sus miradas, que las sitúa en mundos apartados entre sí.  Las rodea un paisaje ideal, emparentado con las bellas naturalezas domesticadas de la pintura renacentista: las flores delicadamente pintadas cubren una ladera que se recorta sobre el paisaje marino como si de un decorado teatral se tratara. Lo que más me inquieta en este cuadro lleno de sugerencias es el cielo del crepúsculo, en el que las sombras y la luz están jugando una partida de resultado incierto. Ignoro si empieza el día o termina, igual que no llego a interpretar del todo otros elementos de este cuadro bello y enigmático, que me habla de la juventud que nos gustaría detener para siempre, de la soledad en compañía, de la imposibilidad de expresar con palabras los estados del alma.

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