ENTRAR EN UN CUADRO DE KLIMT
El
otoño ha llegado este año en la madrugada del 29 al 30 de noviembre; es decir,
en algún momento de la pasada madrugada. No me refiero al otoño astronómico,
ese tan precisamente reglamentado, predicho y explicitado año tras año por las
autoridades pertinentes; tampoco a ese otro otoño más sentimental e íntimo que
cada uno experimentamos en un momento distinto, cuando realizamos por primera
vez alguno de esos actos que nos alejan irremisiblemente del verano: calzarnos
zapatos cerrados, taparnos por la noche con un edredón, salir a la calle con
los brazos cubiertos, retomar antiguas preocupaciones.
Me
estoy refiriendo a ese otoño que en el imaginario del niño que todos llevamos
dentro está asociado de forma inevitable con un acto preciso y definitivo: la
caída de las hojas. Y por las latitudes que habito eso ha ocurrido, como decía
al principio, en algún momento de la madrugada entre ayer martes y hoy miércoles
(perdónenme la imprecisión los astrónomos y expertos varios: esta entrada
responde, como acabo de mencionar, a impulsos infantiles que con frecuencia se
adueñan de mi persona). Puedo afirmar lo anterior porque al regresar a casa
ayer por la noche dejé aparcado en la calle un coche de color azul oscuro y ese
mismo vehículo, esta mañana temprano, estaba cubierto por una maravillosa capa
de hojas de color amarillo. Es más: alrededor del coche, la acera y los
parterres lucían tapizados de idénticas piezas relucientes. Erguidos en medio
del desbordamiento amarillo, los árboles de mi calle parecían supervivientes de
una noche de singular agitación. Casi diría que se les veía tambalearse, presas
de un extremo agotamiento.
Antes
de subirme al coche, miré a mi alrededor, maravillada. Empezaba a amanecer
sobre ese mundo formado por la superposición de piezas de color dorado, ámbar,
anaranjado. Entre todas componían las formas familiares de mi calle, el dibujo
de las aceras y los volúmenes de los coches. Pero la imagen resultante era la
de un universo nuevo, milagroso, transformado por su inesperada cobertura de
oro. Fue como ver la trama del gigantesco tapiz que nos rodea. Fue, puedo
asegurarlo, como ser catapultada de repente ―increíble regalo de este noviembre
que se nos marcha― al interior de un cuadro de Klimt.
Gustav Klimt, Bosque de abedules
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