LOS CUADROS DE NOVIEMBRE (2015)
Una
de las razones por las que lamento carecer de aptitudes para la pintura es la
posibilidad que tienen los artistas plásticos de reflejar de forma directa e
impactante el mundo de los sueños. Siento por ello una gran atracción por los
cuadros que plasman ambientes irreales, sobre todo aquellos en los que el
elemento arquitectónico cobra especial relevancia. Ya lo saben los que me
siguen con cierta asiduidad: con frecuencia sueño con edificios, que presentan
siempre un carácter oscuro e inquietante, como si estuvieran animados por una
fuerza que capto pero cuyo significado y origen soy incapaz de descifrar.
Recientemente he descubierto a un pintor que plasma a la perfección ese
carácter misterioso de los escenarios de mis sueños: el holandés Carel Willink
(1900-1983), que aúna un depurado realismo con la creación de climas oníricos.
El cuadro que precede a estas líneas tiene el aséptico título de Vista urbana, pero nada menos frío y
neutral que esta calle desprovista de toda presencia humana en la cual, sin
embargo, misteriosas fuerzas parecen estar acechándonos. Cuando lo vi por
primera vez, me sentí de inmediato inmersa en una de esas pesadillas que no
terminan de serlo del todo porque nada malo llega a ocurrir, aunque en su
transcurso sentimos que una angustia indeterminada nos atenaza. La combinación
del ordenado pavimento iluminado y del cielo tormentoso forma un conjunto
amenazador; nos sentimos solos en este escenario vacío y silencioso, de
iluminación irreal, como solas y aisladas se encuentran estas casas separadas
entre sí. En este pulcro paisaje urbano parece estar a punto de suceder algo
terrible. Observar largamente este cuadro es penetrar en una pesadilla: somos
conscientes del peligro, pero ignoramos de dónde procede ni cómo evitar que
caiga sobre nosotros. Tal vez antes consigamos despertar.
He
contemplado largamente este cuadro titulado Annett
del pintor turco Eser Afacan (nacido en 1953), y en cada ocasión me ha
producido impresiones diferentes. La primera vez me sobrecogió la presencia
casi sobrenatural de esta figura femenina que emerge iluminada de un fondo
sombrío y terroso. Otras veces me ha llamado la atención el rostro clásico del
personaje, sus rasgos limpios y delicados, su belleza atemporal, al margen de
las modas. Hace unos días rescaté este retrato para traerlo a esta sección y
volverlo a ver me produjo una profunda sensación de tristeza: esta mujer que
clava la mirada en el suelo me pareció la perfecta encarnación de la pesadumbre
de vivir. No cabe duda de que el efecto que causan en nosotros las obras de
arte de cierta complejidad y riqueza depende en buena medida de nuestro estado
de ánimo y nuestras circunstancias. En cualquier caso, Afacan ha sido todo un
descubrimiento para mí, y lo que siempre se deriva de la contemplación de esta
obra es la admiración frente a su habilidad técnica, la delicadeza de su
cromatismo y la hondura en el reflejo del alma humana.
El
pintor polaco Rajmund Kanelba (1890-1960) es autor de una obra de delicado
cromatismo en la que posa una mirada tierna y comprensiva sobre la figura
humana. Sus cuadros son un desfile de modelos captados en sus aspectos más
entrañables e inocentes; con frecuencia, son los niños y los jóvenes los que
ocupan un lugar preeminente: pequeños que juegan y tocan instrumentos
musicales, muchachas abstraídas en sus pensamientos. Así sucede en este
titulado La novia que, a pesar de
tratarse de un óleo, posee toda la dulzura de la pintura al pastel. Esta joven
ataviada con sus ropas nupciales se deja retratar en una actitud de franca
relajación, con una leve sonrisa que nos hace pensar que su cabeza anda lejos
de nosotros, recorriendo las halagüeñas perspectivas de su futuro más
inmediato. El cuadro seduce por su hermoso colorido, su exploración de la gama
entre los verdes y los azules, la explosión de colores que excede la corona de
flores y se cuela en el rostro del personaje, dotándolo de tonalidades alejadas
de la representación realista de la piel, que otorgan a esta muchacha campesina
una belleza que trasciende lo humano, una serenidad casi vegetal.
Hace
unos días, cuando conducía camino del trabajo, me encontré con que la sierra
estaba cubierta por el primer manto de nieve de la temporada. La inesperada
visión me despertó el deseo de traer a esta sección un cuadro que tuviera como
tema esa belleza invernal, y me acordé de las acuarelas del pintor Francisco J.
Castro, como esta titulada Nieve IV.
Castro es un artista que se sirve de la indefinición de la acuarela para
trasladar a sus obras paisajes en los que los vacíos y el color blanco ocupan
un lugar central; tiene largas series dedicadas a recoger la serenidad de las
dunas y de los campos nevados. La simplicidad de sus composiciones, la escasez
de elementos y la falta de puntos de referencia hacen que estos paisajes rocen
la abstracción. Como ocurre en este caso, la mirada del artista se sitúa
frecuentemente a ras de suelo y permite que sean la arena o la nieve las que
inunden la superficie de su obra. Sus acuarelas desprenden silencio, limpieza,
tranquilidad. Son un descanso para la vista y para la mente: no es necesario
encontrar en ellas el referente real; basta con disfrutar de la armonía de las
formas y colores.
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