GUÍAS Y ACOMPAÑANTES
Hay
autores que nos sorprenden y deslumbran con sus puntos de vista inusitados, con
su capacidad para discernir aquello en lo no que seríamos capaces de reparar
por nosotros mismos. Otros se limitan a dar formulación a las ideas que nos
rondan desde que tenemos conciencia de los propios pensamientos. Los primeros
nos sirven de guía, van por delante de nosotros y tenemos que caminar con
premura para ponernos a su nivel. Los segundos nos acompañan hablándonos al
oído. Cumplen, estos últimos, esa maravillosa función de la literatura que es
dinamitar la soledad.
Entre
los autores que han desempeñado en mi vida esa misión de guía que he mencionado
en primer lugar, no se me ocurre otro mejor que Jorge Luis Borges. Lo leí muy
joven y abrió ante mí una perspectiva cuya existencia ni siquiera sospechaba. No
conozco a otro escritor tan capaz de transitar por espacios no hollados
previamente. Recuerdo que mi asombro ante sus puntos de vista inauditos fue tan
grande cuando lo leí por primera vez, que en cierta ocasión se me llegó a caer
el libro de las manos ―literalmente― de la sorpresa que me causó el desenlace
de uno de sus cuentos. Era, lo recuerdo bien, Tres versiones de Judas, perteneciente al libro Ficciones. No aportaré ningún dato más:
sería hacerles un flaco favor a los que no conozcan este relato sorprendente
estropear el golpe de efecto final.
Me
vienen ahora a la cabeza dos autores que tienen también algo de pioneros por su
capacidad para crear mundos fascinantes, distintos a los de cualquier otro escritor:
Ray Bradbury y Haruki Murakami. Cuando abro uno de sus libros lo hago con
expectación; sé que voy a adentrarme en un territorio inexplorado por el que
debo transitar con los ojos bien abiertos, cuidando mucho dónde coloco los
pies. Y sin embargo, en esos viajes por lo desconocido, me asalta de vez en
cuando una frase, un personaje, un escenario, en los cuales me reconozco
profundamente. La imaginación de uno y otro se sitúa a años luz de la mía, pero
sus sentimientos me parecen, al mismo tiempo, muy cercanos.
Luego
están los autores que caminan a mi lado, que me acompañan y me hacen sentirme
confortada cuando tengo la desoladora sensación de estar rodeada por una masa
humana que no me comprende y a la que, no negaré mi parte de responsabilidad en
el problema, tampoco yo soy capaz de comprender. Esas voces venidas de otras
épocas y circunstancias me resultan más cercanas que las que llegan a mis oídos
cuando camino por la calle, cuando viajo en un vagón de Metro, cuando enciendo
el televisor. Dice Muñoz Molina que nuestros autores favoritos son los que
aciertan a formular con palabras lo que nosotros nos habíamos limitado a
sentir. Paul Auster define la novela como «el único
lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de
absoluta intimidad». No hay aficionado a la lectura que no haya
sentido ese proceso de reconocimiento en las palabras de otro, que no haya
experimentado esa sensación de intimidad con un desconocido que de repente deja
de serlo. A mí me ocurre con Julio Cortázar, con Merçè Rodoreda, con Irène
Némirovsky, con el propio Paul Auster. Hace unos meses, descubrí que me pasaba
también con Patrick Modiano. Bienvenido al club. Apunto mentalmente su nombre
en esa lista de escritores cuya simple mención me hace sonreír, como si me
acordara de un viejo amigo.
Escribo
lo anterior a pesar de que cuando me senté frente al ordenador lo hice con la
intención de crear una entrada con las sugerencias despertadas en mí por dos
novelas de Modiano, En el café de la
juventud perdida y Calle de las
tiendas oscuras. Supongo que intento justificar el porqué de una nueva
entrada sobre el mismo escritor, en algo más de un mes. Pero tal vez no hace
falta tanta digresión: baste decir que es lo que tienen los amigos, que uno no
se los quita nunca de la cabeza.
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