LOS CUADROS DE MARZO (2012)

Escena de playa. Niños en las olas del pintor estadounidense Winslow Homer (1836-1910). Este paisaje marino poblado de figurillas saltarinas recoge la algazara y la irresistible alegría de los días de infancia pasados junto al mar. Todos aquellos que han sido –que hemos sido- felices en su orilla se sentirán identificados. La pincelada suelta del artista capta el dinamismo de la escena: las olas que van y vienen, los chiquillos que saltan sobre la espuma, el cielo plagado de nubes, las manchas blancas de dos barcos en el horizonte. La arena mojada actúa como un espejo y nos devuelve el reflejo invertido de la imagen; la diversión infantil queda así duplicada. Un detalle encantador: un poco alejada del grupo, una niña china, con su inconfundible sombrero y su trenza, se recoge primorosamente la falda para no mojarse.


San Sebastián es uno de los santos con más fortuna en la historia del arte; los pintores y escultores lo han representado hasta la saciedad, y nos lo muestran casi siempre semidesnudo, valeroso, enfrentándose con arrogancia a la amenaza de las flechas, triunfante sobre su propio martirio. Por eso me llama tanto la atención este San Sebastián del pintor holandés Gerard van Honthorst (1592–1656). Aquí no encontramos al personaje heroico que hace gala de su superioridad, sino al hombre que sufre, al caído, al que no consigue sobreponerse al dolor. Todo el desvalimiento de la condición humana está contenido en la inclinación de esta hermosa cabeza, en el fondo oscuro, sobrecogedor, que envuelve a la figura. El que mira el cuadro se sentirá necesariamente identificado, y pondrá mentalmente en el lugar de las flechas otros dolores más conocidos por él, más cotidianos. Este santo de van Honthorst es el más real, conmovedor, emocionante de todos los que he visto jamás representados sobre un lienzo. Creo que no hace falta decir que es también mi favorito.

De niña, me fascinaban los cuadros en los que, según me parecía, se me invitaba a entrar. Me plantaba largo rato frente a ellos, me concentraba en un detalle y, de repente, se producía la ilusión: ya no me encontraba en la sala del museo, sino dentro del lienzo, compartiendo espacio con los personajes que lo habitaban. He viajado, así, por muchos salones, por arquitecturas fantásticas y paisajes ideales, codeándome con damas y caballeros, divinidades clásicas, héroes y santos. Sin duda, en aquellos años de mi infancia me habría encantado Caroline en las escaleras, del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774 – 1840), maestro de la sugerencia y lo impreciso, perfecta encarnación de los principios del Romanticismo. Aun hoy me resulta fácil dejarme llevar por la fantasía mientras contemplo este cuadro, y subir los escalones en pos de la figura femenina, en medio del melancólico juego de luces y sombras, para descubrir lo que se esconde en el piso de arriba.

Esta mañana he descubierto al entrar en Internet que hoy, 23 de marzo de 2012, se cumplen 125 años del nacimiento del pintor Juan Gris. Lo cual no tendría nada de particular, de no ser porque precisamente hoy tenía pensado subir a esta sección una de sus obras, esta Naturaleza muerta en un paisaje o La plaza Ravignan. Coincidencias al margen, contemplando este cuadro me maravilla pensar lo que habrá dentro del cerebro de los pintores cubistas, capaces de captar la misma realidad que el resto de los mortales, para luego descolocarla, dividirla, disociarla, mirarla simultáneamente desde todos los puntos de vista y devolverla finalmente al mundo de lo material convertida en una realidad distinta, puramente pictórica. Se trata de un acto de creación con mayúsculas. Juan Gris posee, además, pese a su seudónimo, el don del color. La combinación de malva, azul y verde hace que esta colección de objetos cotidianos reinventados por el artista, los árboles, el periódico, la jarra, la barandilla, la ventana abierta, cobren un significado nuevo, una segunda vida más armónica y atractiva que la real.

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