IMÁGENES DE SANT JORDI
Era la primera vez en mi vida que la fiesta de Sant Jordi me pillaba en Barcelona, y me las prometía muy felices. Pensaba demorarme husmeando por los puestos hasta elegir ese ejemplar que, con el paso de los años, recordaría con especial cariño: “Este lo compré el día de Sant Jordi de 2011, en plena Rambla barcelonesa…”. Pero no. Me quedé sin libro. Imponderables de la vida. No fue la lluvia, que andaba rondando amenazadora sobre la ciudad desde el día anterior, la culpable. Fueron los pintores y escultores del Museo Nacional de Arte de Cataluña. Hay sitios de los que, una vez que entro, me resulta muy complicado escapar: los minutos se encadenan, fluyen las horas, y siempre resulta que queda algo por ver y se pospone el momento de la salida. El resultado fue que el horario previsto se desbarató un poco; aun así, al abandonar el museo hice un intento de incursión en la Rambla para acercarme a las casetas. Lucía el sol y una auténtica marea humana adornada de rosas fluía arriba y abajo frente a los puestos de libros. Faltaba poco para la salida de mi tren en dirección a Madrid y cualquier tentativa de compra me habría llevado demasiado tiempo. Tuve que rendirme a la evidencia: era mi primer Sant Jordi en Barcelona, y me iba a quedar sin libro. Pero no estaba en absoluto descontenta. Me llevaba en la retina una larga ristra de hermosas imágenes que también podré recordar en el futuro como asociadas a la fiesta del libro y la rosa. Incluyo una pequeña muestra; creo que ellas solas se bastan para justificar por qué en esta ocasión, y sin que sirva de precedente, no tuve tiempo para la lectura.
San Cándido era un oficial de la mítica Legión Tebana, cuyos integrantes fueron ejecutados por negarse a perseguir y matar cristianos. En la sección de arte renacentista del museo encontré esta preciosa pieza a caballo entre dos mundos: el fondo dorado nos remite a una estética medieval, la dulzura y humanidad del rostro nos sitúa ya en los umbrales de una nueva era. Su autor, Ayne Bru, un artista probablemente de origen alemán afincado en Cataluña, lo pintó en torno a 1502. Se le ha identificado como San Cándido y también como San Jorge. Es indiferente la hazaña que se le atribuya: este guerrero pertrechado de pies a cabeza mira al espectador con el cansancio del que no está ya dispuesto a usar más las armas.
Un artista italiano desconocido inmortaliza a finales del siglo XVII a estos Niños mendigos. Atención al juego de las manos: el niño que sujeta las muletas tiende una hacia el espectador; el otro, que nos escruta con expresión nada complaciente, se las mete entre los ropajes como para ocultar algo que no le interesa que veamos. Los ojos de los dos emergen en medio de los tonos pardos y monocordes de la miseria y nos taladran desde el lienzo. Resulta difícil apartarse de ellos y continuar la visita por las siguientes salas del museo.
La destreza llevada a su máximo grado: en 1814, Francesc Lacoma i Fontanet pinta esta Naturaleza muerta. El juego de colores es una delicia. La superficie de los melocotones está tratada con tal realismo que cuesta convencerse de que, si se extienden los dedos, estos se encontrarán con el lienzo y no con el tacto de una piel aterciopelada.
La sala más triste del museo es probablemente la dedicada al artista catalán Isidre Nonell, autor de imágenes sobrecogedoras como esta Miseria pintada en 1904. El juego de las cabezas inclinadas y la parquedad del colorido lo dicen todo sobre una vida sin ilusión ni expectativas.
Para terminar, un pintor que desconocía y que puebla sus lienzos de mujeres de ojos rasgados y expresión misteriosa. Sus modelos son más fáciles de observar si, como en este caso, están dormidas y apartan del espectador su mirada enigmática: Muchacha durmiendo, de Josep de Togores, pintada en 1923.
Se preguntarán los que, como yo, no pueden afrontar una sala de espera o un vagón de tren sin leer, como sobrellevé el viaje de vuelta hasta Madrid, sin un mal libro que llevarme a los ojos. Por fortuna, un alma caritativa me prestó una novela (está claro que viajo siempre en excelente compañía). Se trataba de La forma del agua, de Andrea Camilleri, una de las primeras de la serie del comisario Montalbano. Gracias a las aventuras y embrollos de la Italia profunda en la que vive el encantador comisario, el trayecto se me hizo breve y entretenido. Y eso que la novela ya la había leído en su día. Ventajas de la mala memoria que voy teniendo con los años: no recordaba en absoluto la identidad del asesino.
Mirando la muestra que has dejado, se entiende perfectamente que no hubiera tiempo para nada más. Otro Sant Jordi te quitarás la espinita y podrás elegir tu libro. Te imagino en esa tarea con la misma devoción con que seguro has visitado este museo. Muchas gracias por acercar hasta aquí estos cuadros tan impresionantes.
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