EN EXPOSICIÓN (XIII): MEDARDO ROSSO

Una exposición monográfica de la Fundación Mapfre de Madrid permite hasta el mes de enero el acercamiento a Medardo Rosso, un escultor incomprendido en su tiempo y al que la posteridad no le ha brindado hasta el momento, al menos por estos lares, el puesto que se merece en la historia del arte. La muestra está compuesta por una amplia selección de piezas que son en realidad la repetición de unos pocos motivos que interesaron de forma especial al artista. Y es que Rosso, igual que el pintor que planta su caballete frente a un edificio o un paisaje y lo recrea una y otra vez, empeñado en captar las variaciones de la luz sobre fachadas o masas vegetales, repite hasta la extenuación ciertos motivos en un proceso de indagación que trae como consecuencia obras similares en cuanto al tema pero dotadas casa una de ellas de un espíritu singular.


Aunque me cuesta elegir entre las piezas que tienen como centro la infancia, me quedo con estas dos variaciones de la serie titulada Niño al sol, creadas con una década de distancia, lo que pone en evidencia la reiterada atención de Rosso a ciertos temas que volvían a él de forma cíclica. La primera de ellas está realizada en yeso, material humilde, generalmente utilizado como un paso hacia la escultura definitiva y desechado después por los artistas. La segunda versión está realizada en bronce, material considerado usualmente más noble, pero que de la mano de Rosso se convierte en una posibilidad más en su búsqueda de los matices de la materia. Es un ejercicio delicioso pasear la vista frente a estas dos figuras y a sus compañeras de serie, captadas con ternura y espontaneidad, todas similares pero cada una diferente, con rasgos propios que vienen dados por las características del material en que están fabricadas, pero se diría que también por el movimiento del modelo, que parece vivo e inmortalizado de forma instantánea por manos hábiles. 

La conciencia social subyace a esta constante exploración de las relaciones entre forma y materia. Rosso se fija en los más desfavorecidos para realizar obras casi abstractas, alejadas de una representación literal de la realidad, hasta el punto de que los títulos adquieren un especial relieve como recordatorio de la intención del artista. Así sucede en la conmovedora serie Niño en el comedor social o en el conjunto de retratos de una prostituta que responde al hermoso y sobrecogedor título de Carne de los otros. La que acompaña a estas líneas es una de las piezas de esta última serie, realizada en cera. La fragilidad del material se convierte en un expresivo símbolo del carácter vulnerable del personaje. El rostro sereno de la mujer se confunde con la materia de la que está hecha. Su condición humana parece deshacerse ante nuestros ojos: es pura cera. Pura carne, a ojos de la sociedad.


Una parte importante de la muestra la constituyen fotografías realizadas por el propio artista, preocupado por la disposición de las piezas y el ángulo desde el que deben ser contempladas. Rosso nos ha legado así su propia visión sobre las esculturas que podemos contemplar al natural, pero también (y supongo que esto no estaba en su ánimo), testimonios gráficos de obras que no han llegado hasta nosotros por motivos variados. Podemos así conocer su impactante grupo escultórico Impresión de ómnibus, destruido durante su traslado a una exposición en Venecia. Por lo que podemos apreciar, la obra poseía el mismo carácter instantáneo que la fotografía que la ha rescatado del olvido. Cinco viajeros de un tranvía aparecen detenidos en un momento de su devenir cotidiano. Algunos miran hacia el frente con esa expresión abstraída con la que nos acorazamos en los lugares públicos; un hombre está reclinado, víctima de la somnolencia o del cansancio. Son trabajadores, gente del pueblo, personas normales que han merecido la inmortalidad gracias a la mirada aguda de un artista de lo fugaz. La fotografía presenta el detalle curioso de mostrarnos la escultura cubierta en parte por una tela que le sirve de protección. Es como si los personajes se taparan en su viaje perpetuo, buscando resguardarse de las intemperies de la vida.

La pieza más misteriosa de la exposición es otra escultura a la que una cadena de circunstancias desgraciadas privó del contacto con una posteridad que tal vez habría sabido valorar sus méritos. Se trata de París de noche, un conjunto de gran tamaño realizado en yeso que recoge a tres figuras que, en una original violación de la ley de la frontalidad de la escultura tradicional, nos dan la espalda y se alejan de nosotros. La incomprensión de su época trajo consigo que la pieza no se mostrara al público en la Exposición Universal de 1900. Fue adquirida por un particular, que la instaló en su jardín. La fragilidad de su material selló su destino: la escultura se fue deteriorando por su ubicación al aire libre hasta que la Primera Guerra Mundial terminó con lo que quedaba de ella. Solo nos queda evocar el innovador conjunto creado por Rosso a través de una fotografía realizada por su autor. Inclinados contra el viento, ocultándonos su rostro, estos paseantes nocturnos se escapan a nuestra contemplación y se adentran para siempre en la oscuridad de las obras de arte perdidas que solo podemos aspirar a reproducir con la imaginación.

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