TRÁFICO FELINO

Este constante tráfico de imágenes y mensajes prefabricados que se produce en los últimos tiempos en la red ha llenado nuestras vidas de un incontenible afán por compartir. Es un proceso que afrontamos varias veces a lo largo de la jornada: recibimos una presentación con imágenes de una hermosa ciudad, o un chiste sobre el panorama político nacional, o un vídeo de un cachorrito captado en actitud encantadora. De inmediato, pensamos en tal o cual persona a la que le encanta la arquitectura o que está justamente indignada o que palmotea de alborozo frente a la visión de un tierno animalito. Se produce entonces nuestra intervención en la cadena y reenviamos la presentación por correo, subimos el vídeo a Whatsapp, colgamos el chiste en nuestro muro de Facebook; si carecemos de tiempo, hacemos una difusión general a toda la agenda de contactos, y a otra cosa. En cualquier caso, esta posibilidad de regalar lo que no nos ha costado nada conseguir nos está convirtiendo en seres extraordinariamente pródigos.

Lo confieso: tengo conocidos que me incluyen de forma sistemática en su lista de receptores y me colapsan el correo. Si abriera y leyera con un mínimo de atención cuanto me envían, semejante tarea cobraría un peso importante en mi horario. No daría abasto asombrándome, riéndome, solidarizándome, poniéndome iracunda, enterneciéndome; así que con frecuencia borro sus mensajes sin mirarlos. Al principio lo hacía con cierto remordimiento, pero me consolé al observar la longitud de la lista de destinatarios entre los que se me incluía. Confío en que alguno de ellos disponga de más tiempo que yo y corresponda mejor al esfuerzo de nuestro común remitente.

Muy distinto es el caso de los que me envían algo que les ha hecho pensar especialmente en mí. Abro aquí un gran paréntesis que engloba a todos los que me saben amante de los gatos y me hacen llegar imágenes, grabaciones, pinturas, chistes, textos relacionados con el mundo felino. Esos sí que son auténticos regalos: me hacen reír, me enternecen, me sorprenden. Me alegran, con frecuencia, un día que no ha comenzado de la mejor de las maneras. Tengo amigos incansables en este terreno; se lo agradezco ―ellos lo saben― infinitamente. Pero a veces se unen a ellos personas con las tengo un contacto mucho menos estrecho. Me ocurrió hace un par de semanas con una compañera de trabajo con la que apenas he compartido algo más que temas estrictamente profesionales. Me sorprendió admirando una imagen deliciosa de un bebé gato en la pantalla del portátil de otra compañera. Se informó sobre mi afición y la conversación terminó de inmediato; el trabajo nos reclamaba. Y esa misma tarde, me envió por correo electrónico la siguiente maravilla. Yo no la conocía: doble pecado, teniendo en cuenta mi doble condición de filóloga y gatófila. Es la Oda al gato de Pablo Neruda. Llena, como sólo ocurre con los maestros, de formulaciones sorprendentes que encubren, sin embargo, verdades que están frente a nuestros ojos y que uno se sorprende de no haber sabido explicitar. Pero sobran otras palabras que no sean las del gran poeta:

Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.

El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.

No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.

Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.

Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.

Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato. 

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