EL PRIMER LIBRO DE MI VIDA
No
guardo recuerdo alguno de la época en que aprendí a leer; es la laguna de mi
memoria que más lamento. Tengo imágenes precisas del día en que fui al colegio
por primera vez, del aula y su mobiliario de colores, de la maestra que me
recibió y de los niños que se sentaban conmigo a la mesa. De las dificultades y
los miedos, de las travesuras y los disgustos, de la camaradería y los juegos. Incluso
de pequeños accidentes y heridas. Y, sin embargo, no consigo recuperar ni una
sola de las sensaciones que acompañaron a ese portentoso proceso de aprender a
descifrar los signos desplegados sobre un papel.
Tampoco
sé cuál fue el primer libro que leí entero por mis propios medios. Me recuerdo,
eso sí, muy pequeña, aprovechando la pausa de después de comer para leer
sentada debajo de una mesa que me servía de escritorio. No sé por qué, leer
allí escondida ―como si se tratara de una actividad furtiva― me parecía el más
exquisito placer. Quizá por lo que implicaba de apartamiento, de dejar de estar
en mi entorno habitual para fugarme a esos otros mundos donde transcurrían las
historias que los escritores me contaban. De esa época recuerdo con gran
nitidez varios de los libros que devoré en mi escondite de pequeña lectora
voraz, pero ignoro cuál fue el primero. Con frecuencia los hechos importantes
de la vida suceden así, con total naturalidad, sin una fecha que marcar en el
calendario para su posterior recordatorio.
Toda
la anterior reflexión se deriva del reciente regalo de un libro electrónico.
Nunca había tenido ninguno; es más, no había leído ni una sola página en uno de
esos aparatos. Tenía por ello curiosidad por saber si la percepción de la
palabra escrita a través de ese medio sería distinta a la que se produce cuando
llega hasta nosotros en el clásico formato de papel. Me parecía, con todo, una
duda imposible de resolver, porque leer un libro de una y otra forma para después
comparar sería una prueba sin validez alguna; la segunda lectura estaría
necesariamente contaminada por la primera. Yo quería un imposible: dos primeras
lecturas, en formatos distintos, del mismo libro.
Patrick
Modiano vino en mi ayuda. No en vano ―sus detractores se encargan de recordarlo
con singular pertinacia―, este escritor lleva años dándoles vueltas en sus
libros a los mismos temas y obsesiones. Yo diría que no escribe novelas
distintas, sino que va añadiendo capítulos a esa gran obra cuya escritura dura
ya décadas y a través de la cual pretende recuperar, como un Proust moderno,
las claves de su pasado. Medio mes antes, yo había leído su hasta el momento
última novela, Para que no te pierdas en
el barrio. Ahora, pertrechada con mi flamante libro electrónico, me dispuse
a leer Accidente nocturno, publicada
en 2003 pero traducida al español hace algo más de un año. Era, pues, como leer,
una en papel y otra en formato digital, dos obras que eran a la vez una sola y
dos distintas.
He
sido siempre una recalcitrante enamorada del papel. Estaba por ello convencida,
o tal vez quería estarlo, de que el acto de leer tenía necesariamente que ser
distinto ―más frío tal vez, o menos sensorial, o más quién sabe qué― si el
conocido contacto de la cubierta de cartón y la acción de pasar las páginas eran
sustituidas por la aséptica presencia de una pantalla. Hoy debo reconocer que
me equivocaba. O que tenía razón pero en un sentido distinto al que yo creía:
el entorno físico se cuela siempre en la lectura. No es lo mismo leer en el
silencio de una biblioteca que en el bullicio de una cafetería, en la cama
antes de dormir que en la larga espera en un aeropuerto. Yo guardo recuerdos
muy placenteros de libros que he leído tumbada en la playa. Y otros
inquietantes, dolorosos, de los que me han acompañado en una habitación de
hospital. Estoy convencida, por ejemplo, de que mi percepción de El Señor de los Anillos está totalmente
mediatizada por el hecho de que lo leí casi por completo bajo tierra; era una
época en que viajaba mucho en metro por motivos laborales, y siempre he pensado
que hubo una adecuación perfecta entre los pasajes más oscuros de la obra de
Tolkien y las largas horas que empleé desplazándome por subterráneos.
Pero
vuelvo al tema que me ocupa. ¿Es distinta la lectura con libro electrónico? Por
supuesto. Igual que lo es la que se realiza en la placidez de un parque frente
a la que tiene lugar en el trasiego de un transporte público, la que sucede en
la tranquilidad de las vacaciones de la que se realiza robándole horas al sueño
en épocas de mucho trabajo. Pero la historia, el estilo y las ideas se imponen
siempre: a mí la indagación del joven protagonista de Accidente nocturno me ha producido idénticas sensaciones a las
suscitadas por la búsqueda del maduro narrador de Para que no te pierdas en el barrio: poder de evocación, mágicas
asociaciones, angustia frente a lo que en última instancia se nos escapa
siempre de nosotros mismos. El mundo, según Modiano.
Lo
más curioso es que este libro que no pesa, cuyas páginas no se manchan y cuya
encuadernación no temo deteriorar con alguna maniobra poco hábil, me ha
retrotraído a mi infancia. En aquellos tiempos de mi escondite de lectora,
solía yo deambular por la casa libro en ristre, incapaz de abandonar una
historia en curso, negándome a detener la lectura por un acto tan banal como el
de comer. Mis libros de aquella época guardan en sus páginas numerosos
testimonios de la vieja costumbre mía de merendar leyendo. Esta adulta que ya
no cabría bajo la mesa de su infancia ―perdida, por otra parte, en alguna
lejana renovación de mobiliario― ha experimentado el placer de recuperar
aquellas sesiones de lectura que no se interrumpían por un motivo tan fútil
como trasladarse de habitación. Y es que la vida, va a tener razón Modiano, es
un gran ciclo que se repite siempre.
Aunque el almacenamiento es mucho fácil con el libro electrónico que con el libro clásico, creo que soy un nostálgico y sigo prefiriendo el libro en papel. Apenas he leído cosas en formato electrónico, debe ser mi mente la que no me deja hacerlo, porque tras empezar varios libros en formato electrónico, he tenido que dejarlo y rematarlos en formato papel. Será que no estoy hecho para un mundo tecnológico.
ResponderEliminarQué curioso, Pedro: yo tenía un poco de miedo de que me pasara eso mismo, pero no ha sido así. Cuando un libro me interesa, el autor me lleva a su terreno con independencia del formato a través del cual me lleguen sus palabras. Me gusta tanto que me cuenten historias... Creo que me gustarían incluso si me las contaran por teléfono.
EliminarA mí me regalaron un ebook hace años y al principio no lo toqué. Sólo (lo confieso) empecé a leerlo cuando encontré un filón de libros gratis e interesantes. Una vez me acostumbré a leer en él ya no he dejado de hacerlo. Me parece súper cómodo, pues lo apoyas en cualquier lado y no tienes que sujetarlo para que no se vaya la página ;) Y bueno el olor a tinta que nunca me gustó ya no lo tengo. Sí, soy rara. Por cierto, después de esa primera descarga no volví a descargar libros gratis y los pago como debe ser. Creo que sólo los necesitaba para crearme la adicción :) jajaja
ResponderEliminar¡Qué alegría tenerte por aquí, amiga bloguera! Tiene gracia lo que dices del olor a tinta; a mí siempre me ha gustado. Y en cuanto al olor del papel, me parece de las cosas buenas de la vida. Pero la comodidad del libro electrónico es evidente. Ahora ya se han reducido los motivos para interrumpir la lectura; son tantas las cosas que se pueden hacer mientras se lee un libro que no pesa, no se cierra ni se cambia de página...
EliminarEspero seguir contando con tus comentarios. Un beso y bienvenida.