LAS FOTOS QUE NO HICE
Cada vez que salgo de viaje me asombro de la creciente obsesión del turista moderno por dejar constancia gráfica de lo que está visitando. Soy hija de fotógrafo y sé lo que es ir por la vida cargada con trípodes y cambiando filtros y objetivos a la cámara, pero aun así no deja de sorprenderme esta escalada de viajeros que salen de caza armados de máquinas fotográficas y de vídeo, empeñados en la loca tarea de inmortalizar cada monumento, cada paisaje, cada incidente, cada instante. Viéndolos lanzarse a mirar a través de una lente lo que no han llegado a observar directamente con los ojos, contemplando sus complicadas maniobras para llegar antes, para encaramarse en postes y escaleras, para esquivar cabezas, para ser los primeros en tomar la imagen sin que entren en su campo visual esos otros molestos turistas consagrados a idéntica tarea que ellos, me asaltan pensamientos un tanto sombríos.
Pienso, en primer lugar, quién será el destinatario de semejante tesoro gráfico. Cientos y cientos de fotografías, horas de grabación que no sé si sus autores tendrán paciencia para contemplar más tarde, de vuelta a sus hogares. Infinidad de planos correspondientes a detalles de edificios, a calles y paisajes que uno es incapaz de reconocer una vez en casa. Me asusta aún más la perspectiva de maratonianas sesiones con los amigos y familiares como espectadores pasivos de cada segundo del viaje, reducido ahora a un panorama en dos dimensiones en una pantalla. Lo mismo se puede aplicar a los exhaustivos reportajes de ceremonias, fiestas, actuaciones, homenajes. Me viene ahora a la mente una situación que viví hace años, cuando una conocida enseñaba orgullosa un grueso álbum de fotos de su boda. Debía de estar yo poco alerta, porque suelo huir de semejantes situaciones, y sin embargo me encontré enredada en la contemplación de un sinfín de instantáneas que se me antojaban casi idénticas, con novia, sin novia, con niños portadores de arras, con iglesia, con salón del banquete, con suegros. Y casi siempre, el inevitable traje blanco, visto desde todos los ángulos. En esto se acercó otro conocido que no se caracteriza por su prudencia y que se incorporó sobre la marcha a la exhibición. En un momento dado, frente a una foto del convite, exclamó, jovial: “Mira tu padre, qué simpático el hombre”. Se hizo el silencio. Finalmente, habló la recién casada. “No es mi padre, es mi marido”, dijo, con voz glacial. He de confesar que una parte de mí se alegró: eso, a cuenta de la aburridísima sesión que había soportado.
El otro pensamiento que me asalta es la imposibilidad a la que está llegando el hombre moderno de disfrutar de aquello que no recibe a través de un medio tecnológico. Pantallas, objetivos, visores: son filtros dispuestos entre la realidad y nosotros que en algunos casos llegan a sustituir la captación directa del instante vivido. No olvidaré dos casos extremos que me encontré hace unos años, durante un viaje a París. El primero lo vi en el clásico paseo en barco por el Sena: hacía un tiempo delicioso, era verano pero soplaba una brisa muy agradable, y era un gozo respirar, volverse hacia una y otra orilla, mirar hacia arriba en el instante de pasar por debajo de los puentes. Frente a mí iba sentada una muchacha japonesa con una cámara fotográfica en lugar de cara. No llegué a ver sus facciones en todo el viaje, porque no salió de detrás del visor. Sentí ganas de zarandearla, de pedirle que utilizara sus ojos, que dejara que aquella brisa maravillosa le golpeara el rostro, pero sospecho que habría sido inútil. Por alguna razón que se me escapa, aquella turista casi adolescente estaba empeñada en reducir su viaje en barco a una sucesión de imágenes fijas que luego vería en una pantalla. El segundo caso lo encontré mientras visitaba el Palacio de Versalles. Era el mes de julio y había auténticas hordas de turistas colapsando cada rincón. Para entrar en las salas era necesario guardar cola; estaba yo esperando pacientemente, cuando observé cómo otro visitante, sin duda harto de la demora, extendía su larguísimo brazo, armado de una cámara de vídeo, por encima de las cabezas de los turistas que formaban la fila delante de él. El aparato pudo así asomarse unos segundos a la sala que deseábamos visitar todos los allí presentes y grabar unas imágenes de su interior. El final de la escena lo recuerdo como si de una película de ciencia-ficción se tratara: el largo brazo se retrajo, trayendo de vuelta la cámara, y su propietario observó las imágenes que acababa de conseguir de tan artificiosa manera. Debió de quedar satisfecho, porque se alejó sin esperar más: ya había visto lo que quería.
Después de semejantes reflexiones, sería incongruente que torturara a los lectores de esta entrada con la exhibición de imágenes de mi último viaje. Hablaré, eso sí, de las mejores fotografías, que son precisamente las que no se consigue hacer. El cerebro humano tiene esas peculiaridades, y embellece el recuerdo de lo que no llega a materializarse: no hay paisaje más hermoso que el que tapó de repente un túnel, ni animal más encantador que el que salió huyendo antes de que se pudiera apretar el botón de la cámara. Yo tengo dos de esas fotos en mi viaje a los Balcanes, y ninguna de las dos llegó a hacerse real debido a mi impericia y mi falta de decisión en cuanto entra en juego el elemento humano. La primera es la imagen de un joven rubio arrodillado orando frente a la entrada de una mezquita de Sarajevo. La otra es la de un monje ortodoxo de estatura desmesurada, un gigantón desangelado que atravesaba a zancadas el patio del monasterio de San Juan de Rila, rodeado por el vuelo de su hábito negro. Enfoco, me detengo a pensar si será correcto, siento vergüenza, temo un posible enfado del modelo, me muevo unos pasos para pasar desapercibida, y cuando pretendo apretar el botón de la cámara, el joven rubio ha dejado de rezar y el gigantón del hábito oscuro ha desaparecido dentro de la iglesia. No sé si decir que es una lástima. De esta forma son, sin duda, las mejores imágenes del viaje, y viven rodeadas de otras imágenes de otros viajes que tampoco llegaron a ser, en un lugar mucho más divertido que una tarjeta gráfica o un archivo de ordenador. De hecho, a su lado se encuentra la foto de un atardecer en Escocia, con un castillo rojo como el fuego hacia el que corrí y corrí como una loca mientras la luz iba bajando, para que en el momento final, cuando había alcanzado el punto idóneo y me disponía a enfocar, el sol se ocultara detrás de una montaña y se hiciera la oscuridad. Sin duda, la mejor fotografía que no he hecho.
Es verdad. Cuántas cosas no vemos por guardarlas, por congelarlas. Igual que tú guardo algunas imágenes en lo profundo de mis ojos: un palmeral que sobrecogió, unas vidrieras, y mi encuentro con las tres obras de arte que más me impresionaron cuando me encontré con ellas la primera vez. No obstante, y aunque soy poco dada a hacer fotos porque conozco mis limitaciones y no soy capaz de "ver", de notar los cambios de luz que si veis los entendidos, tengo que reconocer que muchas veces paso ratos agradables viendo las pocas fotos de mis viajes, de las celebraciones familiares, de los seres queridos que ya no están. Será cosa de la edad. Lola
ResponderEliminarMe muero de curiosidad, Lola, por saber cuáles son esas tres obras de arte que más te impresionaron cuando las viste por primera vez. Además, has hecho que me ponga a reflexionar sobre cuáles son las mías; creo que esto es materia para otra entrada de este blog. En cuanto a lo de ver fotos de viajes y celebraciones, es algo que cada vez hago menos, porque la contemplación de las situaciones que han cambiado y de las personas que ya no están me produce una melancolía de la que prefiero huir. ¿Será cosa de la edad?
ResponderEliminarTienes mucha razón en tus apreciaciones sobre las fotos y los viajes, y las celebraciones, ahora es mucho más impersonal, eso de verlas en una pantalla,más aburrido. Pero,yo disfruto haciendo fotos, la veo y las vuelvo a ver y las utilizo para inventar historias aunque sólo sean a pie de foto....
ResponderEliminarLo que sí echo de menos son aquellas cajas metálicas o de cartón llenas de fotos, disfrutábamos viéndolas,en la cama cuando estábamos malitas, ahora no, la las pantallas han sustituido las cajas...
Besicos
Es estupendo, Cabopá, que te dediques a dar vida a tus fotos con la imaginación, a volver a dotar de movimiento a esas imágenes que previamente has congelado con tu cámara, en lugar de dejarlas languidecer. Por cierto: había olvidado esas maravillosas cajas llenas no solo de fotos, también de objetos valiosos, de recuerdos. Son "aquellas pequeñas cosas" de las que habla Serrat, que nos traen tanto del pasado y -en mi caso al menos- una melancolía irresistible...
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo con el tema de las celebraciones, la verdad es que las fotos son casi siempre para sus protagonistas. Pero en mi caso hay muchos sitios a los que aún no he viajado y que mientras tanto prefiero conocer a través de las fotos que mis amigos han hecho. Y lo prefiero aún en el caso de ser más imperfectas que las fotos impersonales que podemos encontrar por otras vías, por muy buenas que sean técnicamente. Aunque tú me decías el otro día que algunas fotos no habían salido muy bien por la luz, el movimiento o la razón que sea, aún así las prefiero. Me acercarán más a ese lugar que nunca he visitado. En este caso, la subjetividad del que mira al otro lado de la cámara se vuelve para mí muy importante.
ResponderEliminarNo cabe duda, Confidente fiel (y me has dado sobradas muestras de ello) de que eres una persona con una actitud muy receptiva con respecto a lo que los demás te ofrecen, lo cual es estupendo. Ojalá todos supiéramos escuchar, leer y mirar lo que los otros nos cuentan, nos escriben y nos enseñan como tú lo haces. Pero lo que a mí me sorprende en el caso de las fotografías y vídeos turísticos es el exceso; he llegado a ver gente que graba sus viajes casi a tiempo real, o que los convierte en una ininterrumpida sucesión de imágenes de objetos y paisajes que no han tenido tiempo de ver porque estaban demasiado ocupados enfocando o buscando el encuadre. Son las consiguientes sesiones interminables para amigos y parientes lo que imagino y me asusta. Y, sobre todo, lo que esos viajeros han dejado de contemplar, tocar, respirar, disfrutar, porque estaban escondidos detrás de una máquina.
ResponderEliminarEn eso sí que no puedo más que darte la razón. Yo creo que en esos casos, como en tantos otros, más que retratar el paisaje, el viajero o turista (según el caso), más que fotografiar el paisaje, se está retratando a sí mismo. Como en tantos otros momentos y situaciones de la vida. Hay quien no sabe disfrutar el momento, que al fin y al cabo es inasible, no se puede "enlatar". Puede que también haya personas que prefieren protegerse detrás de la cámara, para superar el vértigo que puede dar encontrarse en un lugar tan diferente a aquel en el que se vive. Otras personas, simplemente, se dejan llevar por una especie de esnobismo (término que no me gusta, pero no encuentro otro) y viven sólo para demostrar o demostrarse algo a sí mismos, en el fondo. En la cantidad, el momento, el enfoque, está la elección, la subjetividad. Todo es elegir. A mí particularmente no me gusta perderme la vida mientras miro por una lente y por eso hago pocas fotos, la verdad. Y también me pasa un poco lo que a tí, Bea. Me apenan los cambios y ver imágenes congeladas de cosas que ya no volverán a ser igual. Pero aún así prefiero tener fotos y videos, para cuando me apetece mirarlos.
ResponderEliminarCreo que has dado en el clavo, Confidente fiel, con estos tres tipos de viajeros de los que hablas: el que no sabe disfrutar del momento, el que se protege tras la cámara, el que viaja para demostrar algo. Sería perfectamente aplicable a la vida y a nuestra forma de afrontarla. Me has dado materia para pensar: ¿En cuál de los tres tipos me encuadro yo?
ResponderEliminarEn ninguno, desde luego. En absoluto. Esos tipos eran los de la foto compulsiva. En tí sólo puede verse una persona con inquietudes y con un enorme respeto a si misma y todo lo que le rodea. Nunca usarás un flash si te plantea la más mínima duda, te perderás la foto del monje ante la duda de poder molestarlo, no empujarías a nadie ni para escapar de un incendio. Así te veo yo, viajera respetuosa, llena de inquietudes, disfrutando cada detalle, borrando sus pasos tras de tí, recogiendo el más mínimo papel en tus bolsillos, retirando incluso (¿me equivoco?) alguna que otra cosa ajena. Me dió risa cuando leí que un funcionario de la National Galery te riñó por acercarte a un cuadro. Ese hombre te confundió con otra persona. Paradojas de la vida.
ResponderEliminarQué bonita visión de mí, Confidente fiel. De verdad que te lo agradezco. Pero, si transponemos estas actitudes de las que hablábamos antes a la vida en general, no puedo evitar verme a mí misma buscando un escudo tras el que protegerme, intentando demostrar algo y, sobre todo, incapaz de disfrutar del momento. Me parecen tres posturas muy humanas y difíciles de evitar.
ResponderEliminarSí, yo también me veo así en el día a día. Los días difíciles, mucho más. A tí no puedo verte de esta forma. Sabes que te admiro mucho y eso seguro influye, pero aunque haga un ejercicio aséptico y objetivo, tampoco me sale. Como en el trabajo casi nunca podemos hablar un ratito, te mando desde aquí un abrazo muy grande.
ResponderEliminarCuriosa vida esta que llevamos, Confidente fiel: siempre nos cruzamos corriendo en el trabajo, y nos contamos muchas más cosas así por escrito que en persona. Los tiempos modernos han diversificado las formas de establecer contacto, lo cual, bien mirado, tiene su encanto. Un abrazo para ti también.
ResponderEliminarEl título de tu entrada, Beatriz, me lleva a pensar en “la carta que no escribí”. Tu frase “las mejores fotografías, las que no se consigue hacer” me ha recordado otra de Benedetti que leí recientemente: “Las cartas no escritas son las más tiernas, las más convincentes, las más vivas, son así porque la vergüenza se queda en su frasquito…”. Seguro que tu monje de Rila está mejor en “lo profundo de tus ojos”, como dice Lola, que en forma de mancha negra en cualquier cajón informático. Hace tiempo que perdí cierta habilidad para hacer fotos y que huyo de volver a verlas, incluidas las recientes (mejor no analizar ambos hechos). Sin embargo, me encantaría ser capaz de escribir esas cartas no escritas de Benedetti… Un abrazo. Choni.
ResponderEliminarLas mejores fotos, las que no se hacen; las cartas más tiernas, las que no se escriben. Es una tentación demasiado grande seguir con el juego: ¿Serán las más bellas historias de amor las que no se viven? ¿Los países más hermosos, los que solo se pisan con la imaginación? Creo recordar que Borges se admiraba ante el hecho de que, a lo mejor, el libro mejor escrito de todos los tiempos está todavía por escribir. Para los que tenemos tendencia a soñar, es irresistible esa magia de lo hipotético, de lo que aún no se ha visto contaminado por las medias tintas de la realidad.
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