VISTAS AL MAR

El penal cántabro del Dueso se alza en un hermoso enclave, en un valle verde y frondoso junto al monte Buciero. Tiene un siniestro pasado asociado a los presos políticos víctimas de la represión franquista, pero también unas impresionantes vistas al mar. En mi visita a Santoña de este fin de semana lo he rodeado, entre sobrecogida y atónita. Iba buscando el acceso a un faro que no conseguí encontrar; en mi empeño, recorrí la carretera que circunda el perímetro del penal y observé de cerca sus muros, coronados de cercas de alambre y patrullados por guardias de una compañía privada de seguridad. Tuve incluso una vista fugaz de su patio, vacío en ese momento excepto por dos figuras que lo cruzaban a buen paso. Contemplé sus múltiples ventanas de cristales opacos, atravesadas por rejas. Desde ellas, se podría tener unas vistas hermosísimas del fértil valle y de la playa de Berria, abierta y de exuberante oleaje. Tal vez alguien las tenga, en la medida en que lo permitan las medidas de seguridad. No sé qué me parece más terrible: no poder ver la belleza cercana o verla sabiendo que es inaccesible, un trasunto de los paraísos perdidos a los que estamos condenados los humanos. 

Un poco más abajo en el valle, al lado mismo de la playa, se alza el cementerio de Santoña. Pertenece a esa amplia estirpe de camposantos ubicados frente al mar que producen la ilusión de que las almas de los difuntos allí enterrados pueden confrontar su eternidad con la inmensidad azul. Normalmente me provocan una sensación de paz y una profunda envidia: yo quiero estar enterrada en uno de esos nichos que dominan el ir y venir de las olas, bajo una de esas lápidas frente al perpetuo fluir de las mareas. Sin embargo, mientras termino mi circuito circular en torno al penal y al cementerio, siento la profunda melancolía de la naturaleza que no puede ser disfrutada, de los hermosos paisajes que nadie puede contemplar. Me pregunto: ¿existe la belleza si no hay un ojo que la registra? 

En mi búsqueda ―infructuosa― del sendero que conduce al Faro del Caballo, asciendo por la falda de la montaña y me encaramo a una población pequeña y desordenada, compuesta por viviendas humildes, diseminadas con descuido en empinadas calles. Entre ellas, se abre el pequeño hueco de un parque infantil con un tobogán de vivos colores. Hay un intenso contraste entre la sencillez de la instalación y la sobrecogedora vista que desde ella se domina; los escasos niños que caben en ese espacio de esparcimiento pueden contemplar la ladera que se precipita hacia el Cantábrico, interrumpida por el sobrio edificio del penal del Dueso y por las simétricas filas de tumbas erigidas frente al mar. Me detengo y observo el panorama, conmovida. Me parece que en esa visión que acompaña los juegos de los pequeños hay un compendio de todo lo que nos es dado conocer, el encierro y la libertad, la niñez y la muerte, lo que se renueva y lo que decae. La vida.

Comentarios

  1. Creo que en esta ocasión ha sido una suerte no encontrar el acceso a un faro que se alcanza subiendo más de setecientos escalones... frente a la temeridad el inconsciente al rescate.

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    1. Sí, yo también lo creo. Mejor achacar la omisión a un despiste que a la falta de fuerzas. Pocas cosas tan frustrantes como una escalera empinada que uno no se siente capaz de subir: es el símbolo de los tesoros a los que no tenemos acceso.

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  2. José Hierro estuvo preso en ese penal y decía que lo más terrible era oir el mar y no poder verlo. El faro que no has podido ver se llama El caballo.

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    1. Las palabras de José Hierro recogen a la perfección lo que experimenté. Bendita habilidad de los poetas.

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  3. Ay! Como siempre bellísimo, pero hoy para mí, hoy voy a contestarte desde mi momento personal y ombliguero, y lo he sentido maravilloso, hoy que llevo sentada dos horas llorando en la iglesia donde hice la comunión, recordando e intentando no olvidar a mi padre, hoy que se fue al notario, hoy que el será solo lo que los que quedamos queramos que sea, hoy leer sobre la vida y la muerte, y de tu mano ha sido un regalo.

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    1. Siempre que paso como ahora por una época de cansancio y acumulación de trabajo, me viene a la cabeza la idea de cerrar este blog. Y entonces (me ha sucedido ya en un par de ocasiones) surge una voz como la tuya, que le da sentido a esta tarea de lanzar escritos a la web sin saber si encontrarán buen puerto. Gracias, anónima pero para mí reconocible visitante, por tus palabras y el aliento que estas suponen.

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