EN EXPOSICIÓN (VIII): LEONORA CARRINGTON. REVELACIÓN

Acudo con auténtica emoción a la muestra de la obra de Leonora Carrington que, bajo el título de Revelación, se exhibe en la Fundación Mapfre. A juzgar por la gran afluencia de público, deduzco que dicho título es acertado: son muchos los que acuden deseosos de contemplar al natural las pinturas de esta autora poco conocida en nuestro país y sobre la cual no se había realizado hasta el momento una exposición individual. En mi caso, se trata de una artista con la que siento hace tiempo una vinculación especial y a la que he seguido en sus variadas facetas creativas, entre ellas la literaria. Se diría que me dispongo, por tanto, a conocer en persona a una amiga con la que mantengo desde hace años una intensa relación en la distancia. 

Cómo elegir entre todas las imágenes y sensaciones que me brinda esta amplia exposición antológica. Nada más ingresar, me encuentro con una serie de figuras femeninas a la vez etéreas y oscuras, herederas del mundo de los cuentos de hadas y con reminiscencias del simbolismo del tarot. Ellas forman la serie Hermanas de la Luna, un conjunto de acuarelas que representan a seres sobrenaturales con una presencia poderosa, a medio camino entre la evocación de divinidades paganas y la preocupación de la autora por el papel de la mujer en el mundo real. Entre todas ellas, me atrapa de inmediato la titulada Fantasía, que representa a un ser alado de intensa mirada, que toca el violín para un séquito de pequeñas hadas que danzan en torno a ella. Informa la cartela de que Carrington sacó su inspiración para estas figuras del mundo de los relatos tradicionales que conoció desde pequeña gracias a su madre y a su niñera, ambas de origen irlandés. Y, en una hermosa cadena de transmisión femenina de la magia y la imaginación, la madre de Leonora utilizó estas acuarelas para ilustrar las historias que le contaba a su nieta, sobrina de la artista. 

Continúo mi andadura por la exposición. Los carteles informativos me hablan del contacto de Leonora con grandes representantes del surrealismo, de su huida con Max Ernst de una casa familiar en la que se siente atrapada, de la soledad por la carencia de lazos de sangre, del terrible episodio de su violación y su caída en la enfermedad mental. Esos mismos acontecimientos y emociones me llegan a través de sus obras, que transmutan con extraordinario pulso creativo la dureza de la realidad en visiones inquietantes, perturbadoras, originalísimas. Me detengo largo rato frente a un cuadro apaisado que en una primera mirada me evoca la inocencia de las pinturas murales del Renacimiento más temprano, con su sentido narrativo y su disposición en un marco arquitectónico que tiene mucho de escenario teatral. Se titula La casa de enfrente y es un compendio de obsesiones y motivos recurrentes en la obra de su autora. 


Me informa la cartela de que en este edificio sin muros, accesible a la mirada de todos, se yuxtaponen diversas moradas de Leonora: la casa de su infancia, la que compartió con Max Ernst en Francia, el sanatorio de Santander donde estuvo ingresada, la vivienda que ocupaba en México durante la realización de esta pintura. Este mundo creado a base de la libre unión de tiempos y espacios está habitado por figuras fantasmagóricas, híbridos de humanos con los reinos animal, vegetal y mineral, que transitan de una habitación a otra a través de huecos en paredes o suelos, subiendo escaleras empinadas o precipitándose al vacío. Es una visión llena de sugerencias, que no se termina nunca de contemplar del todo. Tengo la fascinante sensación de encontrarme delante del alma de Leonora, abierta para su contemplación. 

Un remanso de paz y de ternura: un precioso objeto de madera que ocupa una esquina de una larga sala poblada por inquietantes plasmaciones del subconsciente. Hay algo extraordinariamente ingenuo en su apariencia de juguete, en la suavidad de tonos de su policromía. Es una presencia tranquilizadora, que a medida que se tiene cerca va revelando su auténtica condición. Se trata de una cuna con forma velero, erigida sobre una superficie curva que evoca el movimiento del mar. Fue construida por José Horna, el artista español exiliado en México, para su hija Norah. Leonora, gran amiga de José y de su esposa Kati, decoró el casco del barco-cuna con una serie de misteriosas criaturas extraídas del lado más amable de su imaginario personal. Cabe suponer que, tumbada en su singular lecho, la pequeña Norah surcaría la noche inmersa en un deslumbrante mundo de sueños.

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