LECTURAS DE MARZO (2023)

Iba a comenzar esta reseña diciendo que Hijos de la medianoche de Salman Rushdie ha supuesto para mí una de las experiencias de lectura más singulares que he tenido en mi vida. Pero el adjetivo “singular” no me satisface del todo. Podría decir también difícil, excesiva, insospechada, imprevisible, sorprendente. Todo eso y más es esta exuberante novela (creo que “exuberante” es el adjetivo que más me cuadra) en la que Rushdie pone en pie una monumental alegoría de la historia de su país de origen a través de los recuerdos del narrador protagonista, Saleem Sinai, cuyo nacimiento coincide con la independencia de la India. Desde una vejez prematura y teniendo como auditorio a Padma, la mujer que comparte en ese momento su vida, Saleem echa la vista atrás y comienza narrando la historia de sus abuelos, un médico que ha estudiado en Europa y una muchacha que es mantenida en un total confinamiento por su padre y a la que el recién titulado doctor visita con frecuencia debido a su quebrantada salud. Los encuentros entre los dos jóvenes, en los que, por motivos de moralidad, el médico debe atender a la chica con una sábana por medio, gracias a un agujero que le permite acceder a la parte dañada de la anatomía de su paciente, son un divertidísimo preludio de lo que será una larga unión, pero también tienen mucho de simbólico: ese agujero por el que el inexperto doctor se adentra parece succionar al lector hacia un mundo asombroso, en el que a partir de ahí se entrelazarán los hechos históricos con los amores, desencuentros, éxitos y frustraciones de la familia fundada por una pareja con tan singular comienzo. Asistimos así a la superación del colonialismo británico, el asesinato de Gandhi, la guerra entre India y Pakistán, las disputas por Cachemira, el gobierno de Indira Gandhi, todo ello entretejido con la existencia inaudita y tumultuosa de Saleem Sinai, protagonista a su pesar de los grandes hitos de su tiempo. Escrita con enorme sentido del humor y con un estilo brillante y barroco, que parte de la convicción del novelista de que el lector va a poner mucho de su parte, Hijos de la medianoche es una obra que me ha hecho reír, pensar y desesperarme a partes iguales. Cuenta historias sorprendentes, tiene hallazgos estilísticos deslumbrantes y pasajes en los que he tenido la sensación de correr tras un tren que se había puesto en marcha sin esperarme. Toda una aventura. 

Por alguna razón que no puedo precisar, siento cierta resistencia a leer narrativa ambientada en nuestra guerra civil. Desde el impresionante Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, no he vuelto a asomarme (literariamente hablando) a ese periodo tan doloroso y cuyas heridas no me parecen cerradas en absoluto. Ignoro, de hecho, si es posible que un país llegue a sanar por completo de algo así. Me acerco a El lector de Julio Verne guiada por el regalo de una persona amiga, que ha querido compartir conmigo su amor por esta historia de perdedores, de miedo y valentía, de  iniciación a la vida. La novela no necesita presentación: se trata de una de las seis incursiones de Almudena Grandes en la historia reciente de España, agrupadas bajo el elocuente título de Episodios de una guerra interminable. No he leído ninguna de las otras, pero esta tiene a priori un rasgo que la hace especialmente atractiva para mí, que es la perspectiva desde la cual están contados los hechos. El narrador protagonista, el pequeño Nino, es el hijo de un guardia civil destinado en un pueblo de la sierra de Jaén. Son los años cuarenta, la guerra está reciente y el agreste territorio que rodea a la población sirve de refugio a maquis que luchan contra la represión franquista. Estos personajes furtivos adquieren tintes fabulosos a ojos del joven narrador, que no en vano es, como indica el título, un niño imaginativo que, en cuanto tiene oportunidad, se convierte en un ávido lector de novelas de aventuras. La relación entre el joven ingenuo y el personaje curtido por la vida al que el primero idealiza es frecuente en la historia de la literatura, y lo es precisamente porque funciona muy bien. Esta novela de Almudena Grandes pertenece a ese grupo (para mí tan querido) de las “novelas de aprendizaje”: desde su ingenuidad y su imaginario creado por medio de lecturas, a base de observar el mundo adulto que lo rodea y sacar sus conclusiones, el protagonista va comprendiendo la terrible realidad en la que vive inmerso, en la que las relaciones de poder, las tragedias familiares, la sumisión y el dominio, el miedo y la heroicidad, se mezclan en una polifonía de difícil interpretación para una persona de tan corta edad y cuyo sentido se irá desvelando poco a poco en una trama absorbente y que destila emoción. 

Un proyecto literario que desde hace un par de semanas me tiene ―literalmente― metida hasta el cuello en el Barroco me ha llevado a esta obra de una autora para mí desconocida hasta ahora, la novelista e historiadora Olalla García. La buena esposa transcurre en Alcalá de Henares a comienzos del siglo XVII y sigue la trayectoria de tres personajes femeninos abocados, como deja entrever el título, a ocupar el único papel honorable que, junto al de monja, se permitía a las mujeres de la época. Ellas son Francisca, Ana y Clara, tres muchachas huérfanas que conviven en un convento hasta que, una a una, van abandonándolo para salir al mundo de la mano de sus respectivos maridos. El destino que les aguarda es dispar y está vinculado de forma inevitable al carácter de sus compañeros de andadura vital. La historia de más peso es la de Francisca, joven rica casada con un hombre al que desconoce y que pronto se revela como un auténtico energúmeno, una bestia llena de violencia que convierte su existencia en un infierno de golpes y humillaciones. Se trata de un personaje real, Francisca de Pedraza, que en 1614 acometió una empresa inédita para una mujer de su época: la solicitud de divorcio. Con una sólida documentación y una mirada inevitablemente contemporánea, Olalla García va desgranando el sinfín de penalidades, escollos legales y reveses a los que se va enfrentando la valerosa protagonista en su empeño por conseguir una vida digna para ella y para sus hijos, en medio del silencio cómplice de una sociedad que defiende sin fisuras la indisolubilidad del matrimonio y que mira hacia otro lado ante las flagrantes muestras de injusticia. Curiosamente, han prendido más mi atención las historias secundarias, la de la enérgica Ana, aprendiza tardía en el oficio de partera, y la de la resuelta Clara, capaz de sortear los rígidos límites de la moral de la época para buscar su propia satisfacción. Se traza así un fresco rico y vigoroso sobre el mundo femenino en un momento en el que, como afirma con dolor Francisca, «los gritos de una mujer valen lo mismo que el silencio».

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