UN MODERNO ODISEO

«Mi trabajo es pintar lo que veo, no lo que sé», afirmó el pintor inglés William Turner. A la vista de la anécdota que me dispongo a contar, este artista de carácter adusto, trabajador incansable, llevó dicha máxima a sus últimas consecuencias. 

Tormenta de nieve sobre el mar es uno de esos cuadros de Turner que impresionan por la libertad técnica con la que su autor se salta décadas de la historia de la pintura. Cuando esta obra es creada en 1842, Claude Monet, el gran adalid del impresionismo, es apenas un niño de dos años, y faltan casi setenta para que Kandinsky se libere del peso del arte figurativo y dé sus primeros pasos en la abstracción. Y, sin embargo, aquí tenemos a Turner en la primera mitad del XIX, estudiando como nadie los efectos de luz y soltando la pincelada hasta un punto en que el ojo de quien contempla el cuadro pierde los referentes reales y se deleita con formas y colores, sin necesidad de recordar la realidad subyacente. 

Pero esa realidad es una tormenta de nieve, una sobrecogedora conjunción de elementos desatados en torno a una frágil embarcación. El cuadro fue mal recibido por un sector de la crítica, que lo describió jocosamente como “una masa de espuma de jabón y cal”. Turner se quejó con amargura al enterarse. ¿Espuma de jabón y cal…? ¿Cómo creían los que tal cosa afirmaban que se veía el mar? Ojalá hubieran estado allí durante la tormenta. Y Turner podía afirmar esto con fundamento, porque él sí que estuvo allí. 

Turner tenía sesenta y siete años cuando pintó este cuadro cuyo título original hace mención a un barco de vapor situado en la bocana del puerto y, lo que es más interesante, termina con la siguiente afirmación: «El autor estaba en esta tormenta en la noche en que el Ariel dejó Harwich». Este Ariel es el barco que aparece en el cuadro en medio del violento torbellino de las aguas. Teniendo en cuenta que su nombre evoca al espíritu benéfico de La tempestad de Shakespeare, parecía estar predestinado a sufrir la furia del mar. El propio Turner contó que, llevado por el deseo de pintar lo directamente experimentado, pidió que lo ataran al mástil del barco para vivir la tormenta desde dentro. Permaneció así durante cuatro horas pensando que no saldría con vida, pero animado por la necesidad de reflejar con sus pinceles lo que estaba contemplando. 

Esta historia se hizo muy popular y ha suscitado todo tipo de opiniones, desde quienes creen en su veracidad hasta los que la rechazan por inverosímil, la interpretan en clave simbólica o la desdeñan afirmando que el cuadro es lo bastante poderoso como para no necesitar alicientes externos para ser apreciado. A mí me gusta pensar que el viejo maestro quiso sentirse Odiseo. Lanzara de verdad su estrafalaria petición a los marineros del Ariel o construyera toda la historia en su cabeza, quiso emular al héroe griego que se hizo atar al mástil de su barco para escuchar el canto de las sirenas sin dejarse llevar por su peligrosa atracción. Él tenía idéntica curiosidad por conocer la realidad de las cosas, pero sus herramientas fueron las paletas y pinceles, no los caballos de madera ni los remos. Navegó, eso sí, por infinitos mares, estudiando la incidencia de la luz, el resplandor de la espuma, los movibles contornos de las olas. Sufrió vientos contrarios y se enfrentó a tantas tormentas como el héroe de Homero. Si su navegación hubiera sido real, también le habría costado arduos esfuerzos llega a Ítaca. Mejor así: ni los lectores de La Odisea ni los amantes de la pintura de Turner deseamos que se termine nunca la travesía.

Comentarios

  1. Maravillosa entrada, amiga. Me encanta Turner y me encanta cómo lo cuentas. En tu caso el arte y la literatura van de la mano.

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  2. Siempre han ido de la mano para mí. El arte es una fuente de emociones y de inspiración y, como tal, hace que me surjan las palabras. Es mi manera de pintar. Me alegro de que te haya gustado la entrada. Gracias por hacérmelo saber.

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