NOCTÁMBULOS
En su novela Tres habitaciones en
Manhattan, Georges Simenon plantea el encuentro casual entre dos
desconocidos en un bar. Dicho encuentro se produce pasadas las tres, esa hora de
la madrugada en que la mayoría duerme y solo velan los trabajadores nocturnos,
los insomnes, los noctámbulos. A este último grupo –también, en realidad, al
segundo— pertenecen los dos personajes de Simenon, un hombre y una mujer solitarios,
perdidos en una ciudad que les es ajena, náufragos de una noche en la que no
encuentran descanso.
La acción comienza cuando el
protagonista masculino, siguiendo un impulso irreprimible, se levanta de la
cama, se lanza a la calle y deambula sin rumbo por el barrio desierto,
cruzándose con los últimos clientes de clubes nocturnos, ya de retirada. Cuando
parece que no va a encontrar refugio en una ciudad que se repliega sobre sí
misma, descubre un punto iluminado; es un local abierto, que Simenon describe
así: «En la esquina, unos escaparates enormes adornados con una luz violenta,
agresiva, de una vulgaridad chillona, una especie de jaula de vidrio ancha en
la que se veía a unos seres humanos formando manchas oscuras y en la que
penetró para dejar de estar solo».
Como supongo que le habrá sucedido a algún
lector antes que a mí, al llegar a este pasaje me asaltó una intensa sensación
de familiaridad. Yo había visto esa «jaula de
vidrio ancha» recortándose en la oscuridad ciudadana; yo conocía a esos
personajes refugiados en un reducto de luz «violenta, agresiva, de una
vulgaridad chillona», como habitantes de una pecera
expuestos a las miradas de todos. Era el escenario y eran los personajes del
conocido cuadro de Edward Hopper titulado Nighthawks, expresiva
denominación inglesa que equivale al castellano «noctámbulos».
Hopper pintó esta intensa plasmación
de la soledad ciudadana en 1942, cuatro años antes de que Simenon empujara a su
protagonista a entrar en el bar iluminado en la noche, donde encontraría a una
mujer acodada en la barra con la que entrelazaría su destino. Ignoro si el
escritor francés y el pintor estadounidense se conocían, si Simenon tenía
presente el impactante escenario de Hopper cuando trazó el suyo, transido del mismo
espíritu de desesperanza: «Olía a juerga, a cansancio colectivo, a noches en
las que uno se arrastra y se resiste a irse a la cama, y también olía a Nueva
York, a su abandono brutal y tranquilo». Lo más probable es que no fuera así y
que ambos artistas partieran de su experiencia personal, de sus vagabundeos por
la ciudad, de la observación de la profunda tristeza de los que no duermen, de
los extraños que se juntan en la artificial camaradería de un bar, envueltos en
una luz que crea la ilusión de mantener a raya la soledad y la noche. Las
letras y la pintura se dan la mano en este caso porque ambas se nutren de la
pura sustancia de la vida.
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