EL DON DE VOLAR

Si el proverbial genio de la lámpara se me apareciera para ofrecerme uno de sus dones, seguramente una avalancha de deseos produciría un cortocircuito en mi cerebro. ¿Qué pedir? ¿El talento de Rembrandt? ¿La facilidad para fabular de García Márquez? ¿La felicidad (suponiendo que sea posible)? O tal vez todo sería más sencillo si me dejara llevar por la niña que aún habita en mí y buscara satisfacer el más temprano de mis afanes: el deseo de volar.

Llevo toda la vida volando en sueños. Lo hago con una naturalidad pasmosa y con una vividez que me hace sentir físicamente el improbable proceso de elevarme sobre el suelo y planear. Lo experimento con tanto realismo que al despertarme no desespero: sé que, en algún plano de la realidad, volar es posible para mí. De pequeña me lanzaba desde el balcón de la casa de mis padres, normalmente en camisón, emulando sin duda a la modosa Wendy que surcaba los cielos en pos de Peter Pan. Desde que soy adulta, en un alarde de prudencia, emprendo el vuelo perfectamente ataviada para el tránsito por la vía pública y sin tener que encaramarme a ningún puesto de lanzamiento. Tan sólo avanzo por los caminos del sueño, acelero y me pierdo en las alturas.

No hace falta decir que envidio profundamente a los que son capaces de imitar a las aves sin necesidad de estar dormidos. Hoy traigo a este espacio mi último descubrimiento en este sentido. Se lo debo a un amigo que, hará cosa de un mes, me hizo llegar una película que yo desconocía y que se sustenta sobre una serie de actuaciones de esos magos de lo imposible que son los innumerables componentes del Cirque du Soleil. La película en cuestión, titulada Worlds away y rodada en 2012 en 3D, parte de una situación clásica: una muchacha presencia la misteriosa desaparición de un trapecista en una representación circense y, siguiendo su rastro, se adentra en un mundo extraordinario poblado por personajes capaces de acciones increíbles. Ya tenemos, pues, a nuestra Alicia en pos del fugitivo Conejo Blanco. En este País de las Maravillas al que se ve trasladado de la mano de la protagonista, el espectador contempla auténticas proezas de seres que superan las limitaciones de los cuatro elementos: nadan como criaturas acuáticas, se sujetan sobre superficies verticales, danzan por el aire, sortean las llamas con perfecta soltura. Pero entre todos estos despliegues de destreza, hay uno que atrae de forma especial mi atención. Se trata del número que llevan a cabo unos peculiares acróbatas que han sustituido el tradicional trapecio por una maravillosa nave aérea que se balancea sobre el agua. La primera vez que lo vi, sentí que algo se removía en mi interior. No es necesario pensar mucho para comprender por qué: estos tripulantes de un navío volador ataviados con fantásticos ropajes y casacas dieciochescas despertaron los ecos de aquel barco pirata del Capitán Garfio que surcó tantos sueños de mi infancia.


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