CEMENTERIOS
Hace
unos meses, una conocida me contó que acababa de regresar de un viaje a Praga.
¡Praga! Mi mente se llenó de imágenes que me hicieron perder por un instante el
contacto con la realidad que me rodeaba. El Callejón Dorado con sus casitas
inverosímiles. El Moldava saliendo al encuentro a cada instante, con su curso
majestuoso y su aliento helado. Las innumerables sinagogas en las que husmear.
El ruido de pasos sobre la nieve de los soldados que venían a relevar a sus
compañeros de guardia en el castillo… Pero, cosa curiosa, lo que me salió decir
fue: «¡Ah, el Cementerio Judío! ¡Es lo que
más me gustó de Praga!» Regresé de golpe al mundo real y me encontré con
la cara de estupor de mi interlocutora. «¿Un
cementerio?”, repitió,
descolocada. «¿Eso es lo que más te gustó? ¿Los muertos?»
Cómo explicar la atracción que ejercen en mí desde
niña los cementerios. La paz, la capacidad de sugerencia, el misterio que
desprenden. Me gusta pasear por ellos. Voy leyendo inscripciones, imaginando
historias, echando cuentas de las edades a las que fueron desapareciendo las
personas que los habitan ―me resisto a llamarlos muertos― y que tengo la
sensación de que me saludan al pasar. Me parece que están tranquilos, allá
donde se encuentren. Que miran con sereno distanciamiento las dificultades, la
felicidad, las pasiones y desengaños que los asaltaron en vida, y que me
enseñan a hacer lo mismo con los míos. Siempre que viajo y tengo la
oportunidad, procuro entrar a visitar el cementerio local. Guardo recuerdos
para todos los gustos: cementerios inmensos, monumentales, rústicos, diminutos,
ordenados, caóticos, en ruinas, elevados sobre el mar, azotados por el viento,
interrumpidos en su silencio por el inesperado paso de un tren cercano. Siempre
que salgo de ellos, lo hago con la confortable impresión de que los problemas
que me aguardan allá afuera carecen de importancia.
Uno de mis primeros recuerdos asociados a este tipo
de visitas me lleva a París, a mis doce años y al cementerio de Père-Lachaise.
Para una casi adolescente mitómana como era yo, aquello fue lo más parecido al
paraíso. No relataré mis encuentros con algunos de los innumerables famosos que
alberga esa ciudad de difuntos ilustres; sólo me detendré en mi favorito: el
compositor Frédéric Chopin. Su tumba está coronada por la figura de la musa de
la música, que inclina la cabeza con gesto desconsolado sobre su lira carente
de cuerdas. No he encontrado ninguna de las varias fotos que le saqué en
aquella ocasión, llevada por el entusiasmo. Es una lástima, porque en ellas se
veía la rosa roja que coloqué a los pies de la imagen tras robarla de una tumba
vecina, a falta de otra manera de demostrar mi devoción. He pensado a menudo en
todos estos años en esa rosa y en la soltura e insensibilidad con que dispuse
de ella, perdonable sólo por mis pocos años. Cosas del recuerdo y de la
madurez: me he acordado tanto del anónimo destinatario original de esa flor
robada como del compositor que fue en aquel momento el objeto de mi homenaje.
Otro de los focos de mi interés en estos espacios
son sus habitantes de piedra. Los retratos, los personajes simbólicos, las figuras
llorosas y oferentes, los ángeles. Las esculturas de ángeles me parecen siempre
bellas. No hay escultor mediocre a la hora de insuflar vida a una de estas
maravillosas criaturas aladas. Podría poner cientos de ejemplos de los que he
contemplado en vivo o a través del objetivo de otras personas, pero me quedo
con uno que me toca muy de cerca. Su imagen ha estado pululando por mi casa
desde que guardo recuerdo, porque fue objeto de varias sesiones fotográficas de
mi padre. Se trata de un ángel del cementerio de Badajoz. Esta criatura de
piedra tiene una expresión de serena tristeza que me seduce. Conservo otras imágenes
suyas más recientes, pero ninguna me gusta tanto como esta, con su tono sepia y
las huellas del deterioro de los años. Algo parecido le ha pasado a mi memoria:
no soy capaz de recordar si mi contacto con esta escultura ha sido simplemente
fotográfico o si en algún momento he tenido ocasión de contemplarla al natural.
Pero vuelvo al Cementerio Judío de Praga. Es un
recinto pequeño en medio de la ciudad, abarrotado de lápidas que se inclinan,
se tuercen, luchan unas con otras en un intento por defender su puesto en medio
del abigarramiento. A mí me pareció que un coro de voces salía de ese mar de
piedra, que pasajes de cientos de vidas llegaban a mis oídos mientras caminaba
sorteando losas y pisando las hojas secas que ocupaban los escasos espacios
libres. Es un espectáculo sobrecogedor. Por eso me produjo un desagradable
choque el comentario de la conocida con el que abría esta entrada: «¿Eso es lo que más te gustó? ¿Los
muertos?» Pasada la vergüenza
inicial, hice el firme propósito de dar rienda suelta a estas extrañas
preferencias mías sólo delante de gente de confianza. Pero hace unas semanas
cayó en mis manos el maravilloso libro de relatos Velocidad de los jardines de Eloy Tizón, y resultó que en uno de
ellos, el titulado En cualquier lugar del atlas, me encontré con el siguiente pasaje: «¿Qué le había gustado más de París? “El Père
Lachaise”, contestó Klara sin vacilación. P. manifestó su extrañeza ante la
idea de que a alguien pudiese gustarle un cementerio, esos sembrados de calcio.
Klara argumentó diciendo que él no entendía, y que eran los recintos más
sedantes y tranquilos del mundo y que si tuviera más tiempo, ella…»
Bendita literatura. Sirve
para compensarla a una de desencuentros como el que acabo de contar, y de
muchos otros.
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