MIS FOTÓGRAFOS (VII)
Hay
imágenes que cuentan toda una historia. El fotógrafo ruso Dmitri Baltermants
(1912-1990) documentó con valentía y sensibilidad las campañas militares de su
país durante la II Guerra Mundial. En 1945 capta esta singular escena de un
grupo de compatriotas unidos por la música en las ruinas de un edificio y la
bautiza con un título que lo dice todo con una sola palabra: Tchaikovsky. El inusitado contraste
entre lo desolado del escenario y la plácida actividad de los soldados; la
iluminación lateral, de carácter claramente pictórico; la presencia de objetos
hermosos ―el piano, el jarrón con flores―que remiten a una vida apacible, en
las antípodas de la guerra; las resonancias que despierta en nuestra mente el
apellido del gran compositor: todo contribuye a dotar a esta imagen de una
fuerte carga emotiva. Los soldados reunidos en torno al instrumento musical nos
parecen un oasis en medio de la barbarie y el horror. Es increíble que aún
conserven su capacidad para dedicarse a una de las más hermosas manifestaciones
del ser humano, igual que lo es que el piano haya sobrevivido al hundimiento de
la casa que lo albergaba. Estos hombres que aparcan un instante las armas y
este piano milagrosamente intacto son unos supervivientes en medio de un mundo
que se desmorona.
Las
fotografías que recogen una realidad previamente preparada por el artista
suelen despertar en mí cierto recelo, que estoy dispuesta a olvidar frente a la
encantadora inocencia de este Cortando un
rayo de sol realizado en 1886 por el fotógrafo escocés Adam Diston. El
autor dispone frente a su cámara los elementos que para él configuran la
infancia: la imaginación de la niña que se enfrenta a la luz armada de unas
tijeras, la alegre camaradería de los chiquillos que desfilan por el fondo con
sus ingenuos disfraces de soldado. Nos parece escuchar el bullicio que inunda
este espacio sucio y abigarrado, en principio no destinado al juego y,
precisamente por ello, ideal para él. Retratada en una época que plasma el lado
más convencional de las niñas, convertidas en mujeres en miniatura que remedan
las poses y actividades de sus referentes adultas, esta jovencita de gesto
espontáneo y desbordante fantasía resulta francamente simpática. Ni lleva sus
mejores galas para la ocasión ni cuida el gesto para resultar agraciada; su
sonrisa expectante y llena de picardía la hace muy cercana al espectador
moderno. En torno a los infantiles protagonistas de la escena, se amontonan
herramientas usadas, desechos e instrumentos rotos, vestigios de la dureza del
trabajo manual. El contraste es impactante: lo viejo y lo nuevo, lo obligatorio
y lo deliciosamente gratuito. Situada en este almacén de trastos olvidados, la
infancia de Diston nos parece irremediablemente anclada en un tiempo perdido.
Los
que hemos hecho nuestros pinitos en el arte fotográfico sabemos de la
dificultad que entraña capturar con la cámara el vuelo de un ave, así como del
golpe de suerte que supone su oportuna aparición frente a nuestro objetivo. La
fotógrafa estadounidense de origen austriaco Inge Morath (1923-2002) nos deja
una hermosa y dinámica plasmación del acto de volar en Niebla en el Támesis. Es fácil de imaginar el júbilo de la autora,
en aquellos tiempos anteriores a la fotografía digital, al descubrir en la sala
de revelado el bello dibujo trazado por estas gaviotas que danzan en círculo
frente a la atenta mirada de una madre y su bebé. Esta imagen está construida
sobre un eficaz contraste entre los dos planos separados por el muro: el fondo
borroso frente al primer término de contornos precisos; la monocromía del cielo
frente a los colores de los personajes; el movimiento de las aves frente al
estatismo de los testigos de la escena. Casi me atrevería a añadir el griterío
animal frente al silencio de los humanos que observan. En esta fotografía de
intenso aliento poético, resultan impagables el rojo intenso de las botas del
niño y del cochecito, el mortecino resplandor del disco solar que consigue
brillar apenas, la fantasmal presencia del mástil de un barco, abriéndose
camino en medio de la bruma.
Toda
la belleza de un mundo sin estrenar se recoge en esta imagen titulada Marsella por la mañana temprano, obra
del fotógrafo suizo nacido en 1930 Herbert Maeder. La casualidad y la oportuna
mirada del autor reúnen en la misma escena a dos personajes que inician su
tarea cotidiana y al gato oscuro que parece la encarnación de la noche que se
retira. La calle brillante y húmeda, aún no ensuciada por las pisadas de los
viandantes, llena de posibilidades como el día que comienza, contrasta con la
figura del anciano vendedor que se aleja bastón en ristre, portando la pesada
carga de su mercancía. Este rincón cualquiera de un barrio popular de Marsella
ofrece al objetivo del fotógrafo un encuadre prodigioso, con ese final que se
bifurca en una escalera que asciende y una pendiente que se sume en lo profundo
de la ciudad. Las sombras que reinan en la parte izquierda de la imagen van
cediendo el paso a la intensa luminosidad que se cuela por el fondo de la
calle. Una escena aparentemente sencilla y casual se revela así como un
prodigio de contrastes: lo que sube y lo que baja, lo que empieza y lo que
termina, la oscuridad y la luz. Tal vez la realidad nos ofrece a menudo
semejantes maravillas, pero sólo una mirada sutil es capaz de descubrirlas.
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