CAMBIAR DE AGENDA
Es un ritual que me gusta
llevar a cabo el último día de diciembre. Tomo mi agenda para el año que
empieza y anoto en ella las fechas que ya tengo reservadas para alguna
ocupación. Este sencillo acto me produce un curioso efecto tranquilizador: el
periodo que se abre ante mí ya no es un territorio en blanco, inquietante a
fuerza de inexplorado; ya existen, diseminados a lo largo de sus doce meses,
unos pequeños asideros que me servirán de guía. Esas citas señaladas bajo sus
respectivas fechas me parecen de pronto como huellas humanas sobre la nieve.
Lo siguiente es deshacerse
de la agenda vieja, cosa nada fácil para mí en el caso (frecuente) de que se
encuentre adornada por imágenes que me son gratas o posea una cubierta con un
diseño atractivo. Pero siempre, antes de desprenderme de ella, paso sus páginas
y echo un último vistazo a los mensajes que contiene. Es un compendio del año
que acaba; un compendio desordenado, anotado precipitadamente, hecho sobre la
marcha: tan parecido a la vida.
Repaso la agenda de este año al que le quedan tan sólo unas horas y encuentro citas con amigos, reuniones del club de lectores, la revisión del coche, gestiones municipales, funciones de teatro. Recordatorios de objetos que debía recoger o llevar a algún sitio. Fechas de devolución de libros ―ahora no recuerdo cuáles― a la biblioteca municipal. Cumpleaños de amigos y familiares. Direcciones de correo electrónico de personas cuya identidad no siempre me resulta ya evidente. Plazos fijados por una editorial para enviarle una sinopsis, una foto, unas pruebas corregidas. La fecha de entrega de un premio literario. Las de un par de presentaciones de mis novelas. Citas médicas, en algún caso anuladas y cambiadas de día una y otra vez por molestas coincidencias. Nombres de escritores, títulos de libros que alguien me recomendó en su momento y que ―me avergüenza comprobarlo― en su mayor parte no he tenido tiempo de buscar. Números de teléfono. Direcciones. Me llenan de una simpatía especial estas últimas cuando vienen acompañadas por indicaciones presurosas, tomadas a toda velocidad, sobre cómo acceder a ellas («La primera rotonda no, la segunda tampoco…», «pasada la gasolinera…», «junto al cuartel de la Guardia Civil…»), o incluso, por un plano precariamente dibujado. Me vienen a la cabeza las incontables vueltas que he tenido que dar en el curso de este año para, conductora de otro siglo como soy, carente de GPS y adminículos similares, alcanzar alguno de esos destinos que ahora repaso por última vez. Y me parece que la vida es justamente eso, avanzar en dirección a algo que nos han asegurado que existe, encontrando calles de dirección prohibida y desvíos que nos obligan a rodeos llenos de imprevistos y sorpresas. Pero pido disculpas por la divagación. Era inevitable que ocurriera: en este último día del año, tiendo a estas filosofías de andar por casa.
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