CALLE TOMADA

De nuevo mi habitual paseo de los viernes por el centro de Madrid me da materia para la reflexión. Esta vez, al salir de casa ya iba prevenida de que se trataba de una ocasión especial. Es una fecha que los que transitamos mucho por el corazón de la ciudad tenemos grabada a fuego en la memoria: Día de la Constitución, último festivo en vísperas de Navidad: sinónimo de multitudes en la calle. Y si el día en cuestión forma parte de un puente o cae en viernes, como en este caso, con más motivo aún.

He dicho antes que salí prevenida de casa y diré que lo hice además con un espíritu que me atrevería a calificar de aventura. Contaba con casi dos horas para llegar a mi destino y con una amplia idea de dónde tenía planeado aparcar (como ya he comentado en alguna ocasión anterior, vivo fuera de Madrid y suelo acercarme en coche hasta un punto estratégico desde donde tomo transporte público o, siempre que puedo, camino). Esta vez, dicho punto estratégico había ampliado notoriamente su definición: en un radio de acción de un kilómetro, me valía todo. Esa era la distancia que consideré adecuada para alcanzar caminando mi objetivo, que estaba junto a la mismísima Puerta del Sol. Algún lector poco ducho en estos avatares prenavideños se preguntará sin duda por qué no dejé el coche en casa y me acerqué directamente al centro en transporte público. Me limitaré a contestar que ya lo he hecho en alguna ocasión anterior, y que las dificultades que tuve que superar darían pie a escribir otra reflexión de igual o mayor longitud que la presente.

Para enfrentarse a una situación como la que viví el pasado viernes por la tarde sin sufrir menoscabo en el estado de ánimo, uno debe cumplir varias condiciones: tiempo de sobra, una cierta imprecisión en el lugar de destino y ganas de observar en todo su esplendor los comportamientos humanos. Es decir: da igual emplear dos minutos que quince en un trayecto; si es imposible aparcar en una zona, habrá que explorar otra más alejada; no importa si un autobús atravesado en un cruce nos obliga a cambiar diametralmente la dirección de nuestro avance. ¿Que un agente de movilidad en estado de agotamiento nos indica con gestos imperiosos que la calle que pretendemos tomar está cortada? Se lo agradecemos con una sonrisa y obedecemos su indicación sin rechistar. ¿Que el único sitio para aparcar en cien manzanas a la redonda está en sentido contrario, al otro lado de una línea continua? Nos encomendamos a todos los santos mientras cometemos una descomunal infracción, eso sí, lanzando corteses gestos de disculpa a los viandantes, motoristas y conductores que nos observan estupefactos. ¿Que esa plaza de aparcamiento que nos ha parecido una bendición se encuentra a kilómetro y medio de nuestro destino? No importa: vamos pertrechados con ropa de abrigo y calzado cómodo. ¿Que, tras caminar durante un rato, una auténtica riada humana nos impide avanzar por las calles que desembocan en el centro? Aprovechamos para observar a las personas que nos rodean en una proximidad desusada en los días normales. Había algo de viajera azarosa, o incluso de atenta ornitóloga o entomóloga, en mi actitud del pasado viernes.

Y vi muchas cosas. Rostros cansados de familias atrapadas en la multitud. Alegrías estruendosas de personas que localizaban a cierta distancia al conocido con el que habían quedado y le hacían señas en medio de la marea de cuerpos que les impedía el avance. Miradas inquisitivas: gente que oteaba a uno y otro lado, buscando sin duda la razón que justificara su presencia en tan incómoda situación. Sonrisas congeladas frente a móviles que inmortalizaban a su propietario con un telón de fondo de luces multicolores y gentío. Y, sobre todo, caritas de niños, casi siempre asustadas, allá abajo, entre abrigos y piernas de desconocidos, tan lejos del cielo y de los adornos de Navidad.

Una vez alcanzado mi destino, llegó el momento de la puesta en común de experiencias con las personas con las que me reuní. Las había de variado carácter, pero todas ellas dominadas por una considerable angustia: salidas prematuras del autobús para evitar la asfixia, riesgo de aplastamiento contra los tornos de la estación de tren, un marido servicial abandonado a su suerte en un vehículo abarrotado de objetos. Hubo una persona que llegó hora y media tarde a la cita y que lo hizo despotricando contra los agentes de movilidad. Regulan el tráfico como les da la gana y estropean la situación en lugar de mejorarla, comentó. Sentí tentaciones de sugerir como solución alternativa que los mil conductores que subían al unísono por la calle Atocha abordaran otras empresas, a poder ser, lejos de la capital. Me callé por delicadeza: la autora de tan imprudente comentario acababa de pasar un rato muy malo. Suspiré, eso sí, por solidaridad con los agentes. No en vano, soy profesora y estoy acostumbrada a la ingratitud.

Todo lo anterior es, por supuesto, una visión muy limitada: mi periplo no incluyó la Plaza Mayor, con su muchedumbre husmeando entre los puestos de artículos navideños, ni la estación de metro de Sol, cerrada a aquellas horas a causa del colapso, atravesada por trenes abarrotados que pasaban de largo sin detenerse. Aun así, me bastó para constatar que, una vez más, nado a contracorriente, y que me da por ver el lado triste de la vida en las ocasiones gozosas. Porque, por más que busco en mi memoria, no encuentro un solo recuerdo alegre de esa tarde-noche de viernes en que todo Madrid se echó a la calle para vivir el ambiente navideño. Eso sí, me pareció encontrar un compendio de la vida humana, de sus azares y desconcierto, de su dureza y sus dificultades, en aquella calle tomada.

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