LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2013)

Hace ya décadas que tuve noticias por primera vez de esta novela de Albert Camus. Me la presentó, cómo no, un profesor de Literatura, que contó en clase las líneas generales de su argumento. Recuerdo que hizo lo propio con La náusea de Sartre, que provocó mi curiosidad y fue una de mis primeras lecturas de edad adulta. El extranjero, en cambio ―ignoro la razón―, ha permanecido todos estos años en ese limbo incómodo de los libros por leer que pesan como una deuda pendiente. Tanto tiempo después, me enfrento a la escueta y estremecedora narración de Camus sobre el tipo que se siente extranjero no sólo porque es un francés habitando en Argel, sino también por su singular posición frente a las emociones de los otros seres humanos, a los que observa desde lejos, sin sentirse nunca implicado del todo. Este narrador en primera persona nos sobrecoge y a la vez nos fascina con su indiferencia, con su falta de empatía, con su incapacidad para comulgar con lo que nos parece indudable al común de los mortales. Con un estilo construido a base de frases breves que son como aldabonazos que golpean al lector, Camus va desgranando esta historia sobre la extrañeza de vivir, a partir de uno de los arranques de novela más descarnados que recuerdo: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: “Madre fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame.” Nada quiere decir. Tal vez fue ayer.»

En el kibutz Yikhat conviven varias generaciones de hombres y mujeres entregados a la tarea de construir una sociedad más justa. Algunos pertenecen al grupo de los fundadores y aplican a rajatabla los principios que llevaron a la creación de ese sueño colectivo; otros se atreven a dudar o a introducir nuevos puntos de vista; los hay que, directamente, desean huir a un mundo menos igualitario, pero en el que disfruten de la libertad de equivocarse y fracasar. Amos Oz explora a través de ocho relatos las idas y venidas, las relaciones, sufrimientos y anhelos de una amplia galería de personajes, y lo hace con la mirada comprensiva del sabio que conoce y comprende las debilidades y limitaciones humanas, del escritor que mira con benevolencia a sus criaturas y que nos da, en definitiva, la impresión de encontrarse Entre amigos. Una profunda melancolía se desprende de estos ocho esbozos que no son historias cerradas, sino pasajes en los que el lector camina durante un tiempo a la par del jardinero del kibutz, de la empleada de la lavandería, del maestro, de las cocineras, de los niños de la guardería, para al poco separarse de ellos y seguir los pasos de un nuevo personaje que se cruza en el camino y al que se acompaña durante un trecho en su rutina y sus aspiraciones.

Si mi biblioteca ardiera esta noche es un breve ensayo publicado por Aldous Huxley en 1947. En él, Huxley se imagina que se ve obligado a reconstruir su biblioteca perdida y reflexiona sobre los escritores cuyas obras tendría que volver a adquirir necesariamente, y aquellas otras que, aun siendo valiosas, no repondría. Una reflexión, en suma, sobre lo que, en su larga experiencia de lector infatigable, ha llegado a considerar imprescindible en distintos géneros: poesía, narrativa, ensayo. El título de este ensayo fue elegido para dar nombre a la colección de textos de su autor publicada por la editorial Edhasa, y es tan sugerente que me impulsó a su compra inmediata en el mercadillo de libros de segunda mano de mi instituto, hace un par de años. Su lectura no desilusiona: con el subtítulo de Ensayos sobre arte, música, literatura y otras drogas, se reúne un amplio número de artículos de Huxley aparecidos en publicaciones periódicas a lo largo de varias décadas, en los que el escritor británico da su punto de vista inteligente, original e irónico sobre la cultura y la sociedad de su tiempo. Un dato curioso: casi quince años después de escribir el ensayo que da título a la antología, la casa de Los Angeles de Huxley sufrió un incendio en el que quedó destruida su biblioteca. Me pregunto si, a la hora de reconstruirla, su dueño seguiría las consignas que de forma tan preclara había dado a la luz pública cuando la desaparición de sus libros era una mera hipótesis de trabajo.

Una parte importante de los ensayos reunidos bajo el título de Si mi biblioteca ardiera esta noche tienen como tema el arte. En primer lugar aparecen los que son consideraciones de carácter general, y a continuación los que se centran en la pintura y en artistas concretos. Al terminar de leerlos, mi impresión es la de completo deslumbramiento: es difícil demostrar una mayor lucidez y capacidad de análisis que las que despliega Huxley en estos textos breves y certeros. Difícil también hablar de cuadros que no se incluyen en la edición y hacerlo de forma tan acertada que el lector aplace la urgencia de buscarlos hasta terminar de leer las palabras que están creando en su mente imágenes e impresiones tan concretas. Intelectual, distanciado, elegante, irónico, pero también capaz de apreciar los excesos románticos y las visiones angustiosas de los artistas más atormentados, Huxley se desvela como un excelente compañero para visitar un museo virtual en el que, en magnífica sucesión, desfilan frente a nosotros los cuadros de pintores clásicos y modernos, populares y minoritarios. Como consecuencia de ese paseo en magnífica compañía, yo he contraído una deuda de gratitud: después de leer a Huxley, ya nunca miraré a Brueghel el Viejo con los mismos ojos. Ni que decir tiene que mi nueva mirada sobre el pintor holandés es mucho más conocedora y más rica.

Yo no había leído nada de Alice Munro cuando el pasado mes de octubre le concedieron el Nobel de Literatura. La noticia del premio me pilló además en un momento de mucha actividad y poco proclive a las indagaciones. Pero entonces un amigo me envió por correo electrónico un PDF que circulaba por la red. Se trataba de un relato de Alice Munro titulado Dimensiones, y mi amigo me pedía mi opinión sobre él. Me pillaba muy ocupada. Me daba pereza; lo confieso. Casi por obligación, empecé a leer las primeras líneas: «Doree tenía que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvía a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones». Los relatos de Alice Munro empiezan así, abruptamente, sin explicaciones superfluas. Es como estar en la acera y ver que se pone en marcha un coche al que uno debe subirse apresuradamente para no ser dejado en tierra. Y una vez a bordo, no se puede parar. Esta autora bucea sin concesiones ni sentimentalismos por los vericuetos de la existencia humana, por el lado más cotidiano y por el más turbio, y lo hace con un estilo despojado que, curiosamente, causa una emoción profunda. Yo me devoré este primer relato que había llegado a mis manos y, al terminarlo, mi único pensamiento fue: «Necesito leer el siguiente». A la primera ocasión me hice con el libro completo, y ahora estoy sumida en su lectura. Su título es, como el universo de esta autora, contradictorio y contundente: Demasiada felicidad.

Tal vez alguno de los que se asoman con frecuencia a este rincón se haya preguntado por qué he leído tan poco este pasado otoño. ¿Pueden una novela breve, dos libros de relatos de tamaño mediano y una colección de ensayos absorber de semejante forma durante tres meses la atención de una lectora empedernida? ¿O era tal la acumulación de asuntos personales o laborales que me resultaba imposible dedicar mi tiempo a una de mis actividades favoritas? En realidad, no ha ocurrido ninguna de las dos cosas: he leído mucho, de forma incluso compulsiva, desde el pasado mes de octubre, pero la naturaleza de mis lecturas me ha obligado, por una vez, a la discreción. Premisa difícil de cumplir para alguien que disfruta casi tanto leyendo como comentando lo leído. Me estoy refiriendo a mi labor de miembro del jurado del XXXIII Premio Felipe Trigo en sus dos modalidades, de novela y de narración corta, que me ha corrrespondido desempeñar en mi condición de ganadora del año pasado. Así que en estos últimos meses he leído mucho, a todas horas, en la primera ocasión o rato libre. He vivido historias de amor, me he adentrado en territorios mágicos y estrafalarios, he recreado la historia reciente de nuestro país, he investigado enigmas policiacos y existenciales. Me he visto obligada a juzgar y a elegir (y es una tarea dura para quien conoce las ilusiones que se depositan en un premio semejante). Todo ello, sin poder hacer comentario alguno. Una vez tomada la decisión y hecho público el fallo el pasado 13 de diciembre, vuelvo a mi vida de lectora alegre, espontánea, a la que le gusta recomendar y que le recomienden. Todo un descanso. Esta Navidad, doblemente, siento que han llegado para mí las vacaciones.

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