PAPEL MACHÉ

La anécdota que me dispongo a contar empieza junto a unos contenedores cercanos a mi casa. No es un escenario casual: se trata de una pequeña historia que habla sobre lo que apreciamos y lo que desechamos, sobre los objetos que dejan de tener valor y son abandonados para, con suerte, empezar una nueva vida en manos ajenas. (También habla de miedos irracionales, pero esa es una derivación que en su momento cobrará sentido). Estamos, por lo tanto, junto a un conjunto de recipientes de plástico de variados colores. Yo me dirijo hacia el azul, portando un copioso cargamento de papeles y cartones metidos a presión en una bolsa. Una caja desmontada y de considerable tamaño asoma por el borde y me tapa la visión del lado derecho; por eso tardo en ver la figurita tumbada en el suelo. Tiene forma humana y mide unos treinta centímetros. Está plácidamente tendida boca arriba, como a la espera. Se diría que ha venido por sus medios al contenedor, pero no ha sido capaz de escalar con sus cortas piernas hasta la boca del recipiente y está descansando del esfuerzo. Espera, tal vez, unas manos que decidan su destino: ser arrojada al interior con otros desechos o ser rescatada de la destrucción. No es extraño que se haya dirigido precisamente aquí, que es el lugar que le corresponde. Está hecha de papel maché. 

Mientras voy vaciando la bolsa, miro de reojo la figura. Representa a una niña de indumentaria antigua que sujeta un palo en la mano derecha y, en la izquierda, un objeto que me cuesta identificar, un alambre curvo que dibuja una especie de signo de interrogación. Comprendo por fin que es un aro, que se ha soltado de su sujeción por uno de sus extremos. La figura abandonada me parece encantadora, pero, por una razón que en ese momento no puedo precisar todavía, no me apresuro a recogerla. Sigo con mi tarea pensando que, en cualquier momento, alguno de los peatones que pasan cerca de mí se detendrá a mirarla y se encaprichará de ella; es seguro que, cuando lance el último pedazo de papel al contenedor, alguien se habrá alejado llevándola consigo. Pero no sucede. Nadie parece ver a la muñeca de papel maché, excepto yo. Cuando he conseguido desprenderme de la totalidad de mi cargamento para el reciclaje, sigue tumbada en el suelo, paciente y desvalida. Me resigno a lo que ya sabía desde el principio que iba a ocurrir: me agacho y la tomo en mis manos. Le coloco bien el aro, que vuelve a formar una circunferencia, aunque algo irregular. Me pongo de pie con cierta dificultad, porque mi rodilla izquierda no está para alardes. La miro. Me mira. Sonríe con su boquita pequeña y pintada. Le doy la vuelta para observar bien todos sus detalles. Descubro en la planta de su pie izquierdo lo que supongo que es una marca de autoría. El trazado de las letras no es muy claro y creo descifrar una firma que me resulta algo enigmática: La Mundia 92. ¿Mundia? Extraño nombre, que no me remite a nada. 

En este punto, he de interrumpir el relato de tan bello encuentro para explicar que tengo un problema. Tal vez no sea exactamente un problema, pero en circunstancias como la que estoy narrando lo considero así: se me dispara la imaginación con exagerada facilidad. Y con frecuencia —más de lo que me gustaría—, mis pensamientos vuelan hacia terrenos inquietantes y siniestros. Eso explica que no me haya lanzado desde el comienzo a recoger de la calle la figurita, que me encanta y me enternece, y que haya sentido incluso tentaciones de salir huyendo de ella y abandonarla a su suerte, tirada junto al contenedor, como el desecho que no es. Y es que tengo la irracional creencia de que los objetos guardan consigo rastros de quienes los han poseído y tocado; meter en casa un objeto encontrado en la calle supone abrir la puerta a quién sabe qué voces, qué recuerdos, qué presencias. ¿Y qué decir de los muñecos, con sus miradas quietas, con sus rostros inescrutables…? 

A pesar de mis reticencias, regreso a casa llevando conmigo la figura rescatada. Cuando llego al portal, ya he encontrado una solución, un punto intermedio entre el abandono y la acogida. Me dirijo al pasillo de los trasteros, abro el correspondiente a mi piso y dejo la muñeca tumbada en una balda, delante de una caja llena de zapatos. No quiero mirarla a la cara; me parece que su sonrisa encierra un secreto. Cierro con llave y me alejo hacia el ascensor, sintiendo que mi inquietud no decrece. La subida de seis pisos me da tiempo para que un tropel de historias de muñecos que cobran vida por la noche acuda a mi cabeza. La literatura y el cine han dado alas sobradas a ese temor instintivo hacia lo que imita la forma humana. Hieráticas caras de porcelana, ojos que se mueven misteriosamente, pasitos en el silencio nocturno. ¿Encontraría la niña del aro la forma de escapar del trastero y subir hasta mi piso? «Pero si es de papel maché», protesta mi lado racional. «¿Cuándo has visto una película de terror protagonizada por una asesina de papel maché…?» No he terminado de hacerme esa pregunta cuando la puerta del ascensor se abre en la sexta planta y oigo algo que me deja helada. Unos pasitos rápidos se acercan por el pasillo. Al instante, emerge en el rellano una figura pequeña, infantil, que avanza corriendo hacia mí. Capto con horror unas coletas, el vuelo de un vestidito, y me quedo petrificada en el umbral del ascensor. Todavía siento miedo cuando comprendo lo que estoy viendo: es una vecina, una niña de unos tres años, que ha salido corriendo de su apartamento. Ella también se queda clavada y me mira con estupor. Me doy cuenta de que esperaba a otra persona y lo que ve no le hace ninguna gracia. Sale huyendo despavorida, de hecho, y a mí no me sale la voz para decirle nada que le quite el sobresalto. Nos hemos llevado las dos un susto de muerte. 

Esta historia tiene un epílogo feliz: tras un par de noches, he sido capaz de rescatar del trastero a la niña del aro y darle acomodo en mi salón. Se la ve bastante feliz, me parece, rodeada de plantas, resguardada para no caer bajo las zarpas de mis gatos. La miro a la luz del día y me parecen ridículos mis temores iniciales. Alguien (¿La Mundia?) dedicó un buen rato de su vida a fabricarla y yo la he librado de convertirse en pasta de papel. Eso me proporciona alegría. También me la proporcionan el suave color lila de su traje y el gesto infantil con el que sujeta su juguete. Mi temor se ha evaporado. Eso me lleva a pensar en el susto de mi vecinita, que esperaba ver salir del ascensor a su papá, a su abuela, a sus tíos quizá, y se dio de bruces con una desconocida. Un extraño de carne y hueso. Ese sí es, me temo, un miedo real.

Comentarios

  1. Yo hace tiempo que descubrí el contenedor de al lado de casa para depositar encima objetos que, siendo útiles aún, ya no lo son para mí...es una forma de buena vecindad pero sin contacto con el vecino...todo muy propio del actual individualismo que se vive en Madrid, pero, al final, regreso al contendedor y el objeto, ha desaparecido, no falla

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  2. A mí me proporciona mucha paz brindar una segunda oportunidad a los objetos que ya no me sirven y que están en buen uso. Y no es solo una cuestión de economía de medios o deseo de aminorar los residuos; está también esa idea mía de que los objetos poseen alma y abandonarlos o destruirlos es una forma de violencia. Por eso mismo me cuesta tanto desprenderme de las cosas. El mundo físico está para mí animado por fuerzas que se escapan a lo sensorial.

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