LAS NUBES NOS CUENTAN HISTORIAS
Agosto se
aleja en el horizonte a la velocidad de esos trenes o barcos que se llevan a
quienes desearíamos tener siempre a nuestro lado. Ha bastado una quincena del
incalificable mes de septiembre (incierto, trabajoso, ajetreado, agobiante,
agotador, pero también estimulante, pleno de ese inquietante atractivo que se
desprende de lo inseguro y lo azaroso), para que nuestras evoluciones
veraniegas queden relegadas al impreciso pasado donde se encuentran los
recuerdos que carecen de conexión con el presente. La persona que
protagonizó mis anécdotas de vacaciones no es la que escribe estas líneas,
sacando tiempo en medio de un horario que se ha plagado un año más de
obligaciones.
Cuando pienso en mí
misma en el pasado mes de agosto, me recuerdo sobre todo mirando las nubes. Tuve
un emplazamiento privilegiado para hacerlo, una especie de palco de honor
frente al espectáculo del firmamento: una ventana abierta a un valle silencioso,
cerrado por la sinuosa línea de las montañas. Pasé buenos ratos acodada en el
antepecho, observando los cambios de luz y de condiciones atmosféricos en el
escenario donde transcurría aquella obra teatral lenta y envolvente, en la que
sucedían muchas cosas bajo la aparente falta de acción. Al atardecer, la
silueta oscura de los montes formaba una especie de tablado sobre el cual
aparecían los personajes de una singular función de guiñol. Eran las nubes.
Supongo que de niña jugué a descifrar las formas de esas extraordinarias habitantes de las alturas. No lo recuerdo. Los niños de la literatura y del cine lo hacen; juegan a ver perros, osos y ballenas, rostros humanos y objetos cotidianos vagando por el cielo. Creo que fui una niña demasiado activa y pendiente de lo que me rodeaba como para mirar hacia arriba. Este mes de agosto me he resarcido de esa carencia infantil. En mis diarias exploraciones del crepúsculo, he presenciado escenas increíbles. Un tiburón gigante abalanzándose sobre dos rostros humanos de rasgos afilados, que observan impertérritos el avance de la amenazadora criatura. Una niña huyendo a duras penas de una explosión, con las manitas tendidas hacia una pluma que vuela delante de ella, como sirviéndole de guía. Una criatura mitológica, una especie de fauno gordezuelo, esperando tumbado a que se le venga encima una ola gigante. En mi desatado delirio imaginativo, yo diría que el fauno se está llevando a la boca un puro, en un gesto de divino desdén hacia el peligro inminente. He visto también asomar sobre el valle oscuro, sembrado de pequeñas luces, las compactas copas de unos árboles mitad vegetales y mitad humanos. Y la cabeza sonriente de un perro que observa cómo se aleja un personajillo singular, que parece ir deshaciéndose en su presurosa marcha. Reviso las fotografías que hice de esas formaciones efímeras y descubro detalles que en su momento no vi. Supongo que son imágenes que se irán renovando, suscitando nuevas sugerencias cada vez que las repase. Siento también una profunda añoranza de aquellos días largos y apacibles, con cabida para la placentera actividad de contemplar. Acabo de descubrir que, en el tumulto del principio de curso, una de las cosas que más echo de menos es que las nubes me cuenten historias.
Yo nací un 1 de septiembre, o sea "predestinato" para un curso que empezó entonces y terminó hace algo más de seis años. Y fuí un fiel Virgo, trabado con el calendario, las obligaciones, las rutinas, si bien mi oficio me ha permitido tener, a excepción de los últimos años, unas laaaargas vacaciones ¿recuerdas los 90,s?. No he sido capaz de intercalar placeres y ocios en las semanas de labor, teniendo que esperar semanas más o menos santas, navidades y veranos...en mi próxima vida tengo que volver a intentarlo, merece la pena.
ResponderEliminarEl hecho de que escribieras tu comentario el 18 de septiembre y yo te esté contestando casi veinte días después muestra de forma elocuente hasta qué punto he perdido la batalla en mi intento de combinar el trabajo con las actividades que me hacen feliz. Durante muchos años, he conseguido alternar ambas facetas de mi vida, pero el paso del tiempo no perdona. Está claro que para eso está la jubilación, luz esperanzadora que se deja ver ya en mi horizonte, con sus promesas de largos días destinados a todo aquello que, en mis circunstancias actuales, no tengo más remedio que aplazar.
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