CALENDARIOS

Una amiga me envía una foto de una página de un calendario suyo de hace unos cuantos años. La página en cuestión corresponde al 28 de diciembre y muestra, anotados a mano por ella, los versos de este encantador haiku:

 Gorrión, mi amigo,
no te comas la abeja
que danza sobre las flores.
 
El descubrimiento tiene ese encanto melancólico de otros similares: las anotaciones hechas con letra de colegial en nuestros viejos libros de texto, los pétalos y billetes de tren que se deslizan de entre las páginas que leímos hace mucho, en tiempos inevitablemente mejores. Para mi amiga, este encuentro con el poema japonés que casi seguro había olvidado tiene un valor añadido. Lo apuntó en una época en que vivía lejos de España, en una fecha que tiempo después se convirtió en la elegida para un ritual navideño de intercambio de libros que nos reúne a ambas año tras año con otra amiga común. En esa ocasión, yo insisto en regalarle libros relacionados con la cultura japonesa. Antologías de haikus, novelas ambientadas en Japón, clásicos de la narrativa nipona. No había caído en ello hasta que recibí la imagen del viejo calendario que parecía anunciar mi inminente pertinacia. Es una bonita premonición literaria.

Es 31 de diciembre y, por ello, inevitable pensar en calendarios. Dentro de unas horas, procederé a retirar los dos que me han acompañado durante este año a punto de consumirse. Lamento hacerlo. Ambos me gustan mucho, cada uno en su estilo. Uno está ilustrado por la dibujante estadounidense Sarah Andersen, creadora de la webcómic titulada Sarah’s Scribbles, en la que una alter ego bajita y de ojos saltones explora con humor los movedizos territorios de ingreso en la edad adulta. Ha llenado de color durante doce meses la pared junto a mi escritorio, con divertidas ilustraciones como la que acompaña estas líneas. El otro calendario lo edita cada año la Fundación Rainfer y presenta a algunos de sus distinguidos inquilinos: chimpancés, orangutanes, lémures, capuchinos, gibones, supervivientes todos ellos de tráfico, maltrato y condiciones inaceptables, y salvados para una vida digna por esta maravillosa institución. Me he acostumbrado a que sus miradas con frecuencia demasiado humanas me escruten silenciosas cada mañana desde la pared de la cocina mientras me preparo el café.

En unas horas descolgaré con decisión ambos calendarios, sin caer ―espero― en la tentación de repasar sus hojas. En ellas están apuntadas obligaciones laborales, citas médicas, finales de plazos, viajes y excursiones, comienzos de vacaciones, encuentros con personas y colectivos, algunos de los cuales no se repetirán en el año que se acerca. Actividades que pasarán al cajón de los recuerdos, como estos calendarios que se desechan. Habrá que apresurarse a colgar en su lugar otros nuevos, intactos, llenos de posibilidades. Habrá que confiar en que las casillas de sus días se llenarán de cosas buenas.

Pero por qué, me pregunto, a estas alturas pesa siempre más lo que se marcha.

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