EL CABO DE LOS ABRAZOS

El cabo Ortegal aparece resaltado en los libros de texto de Geografía por su condición de segundo punto más septentrional de España, después de Estaca de Bares. Es además un enclave de vistas privilegiadas, donde uno puede jugar con la imaginación a distinguir la línea que separa las aguas del mar Cantábrico de las de su padre, el océano Atlántico. Y puede ser también –como he comprobado esta misma mañana— el escenario de diálogos de singular hondura.

Estaba yo apoyada en la barandilla de piedra de detrás del faro, con la mirada clavada en el horizonte, cuando de reojo he visto una silueta pequeña que se encaramaba de un salto en el muro hasta quedar con las piernas colgando. Me he sobresaltado hasta que he comprendido que el dueño de dichas piernas había realizado la maniobra con el firme anclaje de un adulto, que le rodeaba el cuerpo con ambos brazos. Entre madre e hijo de inmediato quedó de manifiesto que esa era la relación que los unía— se estableció a partir de ese momento una conversación que se filtraba entre mis impresiones sobre la espuma, los islotes rocosos y las gaviotas. Formaban un bonito conjunto: el pequeño sentado frente a la inmensidad del mar y la mujer de pie detrás de él, sujetándolo con un gesto que era a la vez un abrazo. El niño tendría unos tres o cuatro años y demostraba una curiosidad insaciable, aunque también lanzaba sus teorías al aire con una seguridad que ningún adulto habría podido igualar. Todo lo preguntaba, pero a la vez parecía saberlo todo.

En un momento dado, aquel niño sabio se quedó callado observando la vertical que se abría a sus pies y que caía sobre el mar y le dijo a su madre, dejando a la vista una grieta en su avasalladora autoconfianza:

¿Te imaginas que me caigo por ahí abajo?

–Por eso te tengo así sujeto –respondió la madre.

–Y yo a ti –dijo el niño sin vacilar.

Me conmovió la ingenuidad: aquel chiquillo pensaba que era su débil cuerpo el que daba firmeza al de su madre e impedía que esta se precipitara al abismo. Iba a sonreír, pero me quedé meditando. Después de todo, tal vez no le faltara la razón a aquel pequeño filósofo.

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