PALABRAS QUE ECHO EN FALTA

Hace hoy justamente tres meses, publiqué una entrada sobre la marcada presencia del color azul en mi vida, en especial en los últimos tiempos, y una lectora habitual de este blog ―fueron varios los que lo hicieron, en realidad― me comentó que compartía esa preferencia mía. El caso es que la conversación con esta lectora a la que me refiero continuó en las redes sociales y llegué a la conclusión de que estábamos “enfermas de azul”. Lo que me encantó fue la respuesta que me dio: tendríamos que investigar si existe una palabra para denominar semejante dolencia. Si no, habría que inventarla.

Como, según tengo entendido (y a falta de que los pintores inventen uno), no disponemos en castellano de un término para designar el amor al color azul, se me ocurrió desempolvar mis parcos conocimientos de latín y crear la combinación “glaucofilia”. Intenté hacer lo mismo con la raíz griega “ágape”, pero me encontré con un escollo inesperado: al parecer, en el griego antiguo no existía una palabra para “azul”. Homero, el cantor de las odiseas marítimas, fue capaz de relatar el largo retorno a casa del héroe Odiseo sin mencionar ni una vez semejante color. (Por cierto: según he leído, los griegos no son el único pueblo de la Antigüedad que no se molestó en buscar una palabra para nombrar el color del cielo y del mar, suponiendo que sean el mismo. Lo cual puede querer decir dos cosas: o bien no percibían el azul como un color distinto de otros, con lo cual no sintieron la necesidad de nombrarlo, o bien, como no existía la palabra correspondiente, no fueron capaces de percibirlo. El eterno círculo vicioso. Pero esto, me parece a mí, podría ser el germen de otra entrada.)

Volvamos a las palabras que echo en falta en el castellano. Hasta la semana pasada, no me había vuelto a acordar del intento de rellenar ese insignificante vacío de nuestra lengua del que hablaba al principio. Fue en una clase de 2º de ESO, durante la lectura de una obra teatral cuya protagonista es una señora mayor que se arregla de forma un tanto exagerada, cuando un alumno más atento a sus propias invenciones que a las actividades que propongo me sorprendió con la siguiente pregunta: «Profe, ¿existe una palabra para quitarse años?». Me dejó pensativa unos instantes. Su intervención me parecía realmente afortunada. ¿Qué palabra podía designar la acción de confesar menos años de los que se tienen en realidad? ¿Desviejarse? ¿Desavejentarse? ¿O, tal vez, la más piadosa ajuvenecerse?

Se reanudó la lectura y yo seguí dándole vueltas a aquella propuesta algo intempestiva, pero no por ello menos sugerente. Y fue así como me vino a la cabeza un nuevo eslabón de esta cadena de omisiones: tampoco tenemos en castellano una palabra para el sentimiento que nos provoca la carencia de una palabra. Se admiten sugerencias.

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