METÁFORAS

Me sucede con frecuencia que me pierdo frente a ese mosaico compuesto de infinitas piezas que constituye la realidad. Cuantas más informaciones me llegan por medios diversos, cuanto mayor es la cantidad de datos a los que tengo acceso, más me cuesta hacerme una idea de conjunto; no sé si habrá muchos como yo, desconcertados frente a un mundo convulso en el que se echa de menos ese orden tranquilizador, a base de epígrafes y títulos en negrita, que imponen a posteriori los libros de Historia.

Vuelvo a la imagen del comienzo: el gigantesco mosaico desplegado frente a mí debe de componer una imagen inteligible, pero yo con frecuencia no la capto en su conjunto. En lugar de ello, la atención se me queda prendida de una de sus múltiples piezas, la que queda justo a la altura de mis ojos o alguna otra que atrae mi mirada por su brillo o su color singular. Lo curioso es que una simple pieza puede, en ocasiones, encerrar un mundo de significados.

Lo comprobé hará un par de semanas, cuando iba en el coche escuchando un programa de radio sobre las nefastas consecuencias del conflicto sirio en el patrimonio histórico. Estaba cansada, era de noche y empezaba a llover; la voz del locutor quedaba, por tanto, en un plano muy secundario entre los estímulos que reclamaban mi atención en esos instantes. Presentaron a un personaje cuyo nombre no fui capaz de retener: era el director de un museo ―supuse que de Damasco―, que a continuación comenzó a relatar su experiencia. Su voz me llegaba tamizada por la del traductor y por los ruidos de la conducción nocturna. Poco a poco, su relato fue cobrando vida e imponiéndose a mi realidad inmediata. Aquel hombre contaba sus esfuerzos por proteger de la destrucción el patrimonio que le había sido encomendado, y lo hacía sin pretensiones, apelando a imágenes a la vez sencillas y poderosas. Habló de sus dificultades, de las situaciones de peligro a las que debía hacer frente, del miedo de su hija pequeña, que entraba en conflicto con su sentido del deber. En cuanto llegué a casa, busqué el nombre de este personaje que tanto me había conmovido y descubrí que se llama Maamoun Abdulkarim y es director general de Antigüedades y Museos de Siria. De su emocionante testimonio, selecciono un detalle que sé que no voy a olvidar: para sentirse más protegido en su casa, este hombre que dista mucho de ser un héroe de acción recurrió a las armas que le son más familiares y sacó los numerosos libros que pueblan sus estanterías para tapar con ellos las ventanas. Qué imagen increíble: el objeto que mejor simboliza la cultura y la civilización, cubriendo las grietas por las que amenazan colarse la sinrazón y la barbarie. Esta es una de esas pequeñas piezas del mosaico que transmiten el sentido de todo el conjunto. Y es que a veces la realidad crea metáforas que ni siquiera los poetas serían capaces de inventar.

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