LOS CUADROS DE OCTUBRE (2015)


El pintor estadounidense Andrew Wyeth es autor de paisajes plasmados con extraordinario realismo en los que se cuela con frecuencia un ingrediente de inquietud. Sus escenas suelen estar habitadas por una figura solitaria, como sucede en este caso con el perro erguido sobre la roca que mira hacia la espesura. Me detendré en primer lugar en el sugerente título, que posee un indudable carácter literario: El intruso. Como sucede en tantas obras narrativas y teatrales, todo gira aquí en torno a un personaje misterioso al que no llegamos a conocer más que a través de lo que nos cuentan o del efecto que causa en los demás. No sabemos todavía si la presencia de ese recién llegado que provoca el interés de nuestro protagonista canino es o no una amenaza; la actitud del perro sólo transmite alerta y una fija atención, e ignoramos si se trata del preludio de una escena de reconocimiento o de peligro. La obra recoge plásticamente esta dualidad: los tonos marrones del horizonte cerrado por la vegetación frente a la figura blanca del can; la oscuridad de la espesura frente al brillo del agua que cae y de la roca en la que se yergue el improvisado vigía. El conjunto es de una armonía y de una simpleza sobrecogedoras. Como les sucede a los grandes, este artista capaz de extraer la trascendencia de la realidad más inmediata ha creado una de sus fascinantes visiones con una absoluta economía de medios.

Si me preguntaran por un pintor que encarne a la perfección el concepto de elegancia, uno de los nombres que primero acudiría a mi cabeza es el de Jean-Honoré Fragonard. Este artista representa la glorificación de un mundo bello, exquisito y si se quiere superficial; no es extraño que el cambio de aires que supuso la Revolución francesa terminara con su éxito y lo condenara al olvido. Hoy acercarse a Fragonard supone sortear una serie de escollos que lo anclan irremediablemente en su época; la banalidad y el tono almibarado que dominan con frecuencia sus cuadros pueden causar el rechazo del espectador moderno. A mí cuando más me gusta este pintor es cuando se aleja de las servidumbres de su tiempo y procede por reducción: menos adorno, menos oropel, mayor sencillez. Es entonces cuando quedan en evidencia su extremada delicadeza y su gusto exquisito. El recuerdo me parece un ejemplo perfecto de esto que acabo de decir. La escena protagonizada por una enamorada que graba una inicial en un tronco mientras es observada por su perro le sirve de excusa al artista para desplegar su pericia técnica y su extraordinario sentido de la composición. La línea curva del árbol que rodea el motivo central crea un entorno insuperable para la acción; la joven está aislada del mundo por ese marco vegetal bellamente trazado, a solas con su sentimiento amoroso. Y qué decir de la increíble armonía de los colores, del delicado rosa del vestido, de la gama de verdes y marrones del ramaje. La contemplación de este cuadro es de lo más placentera. Yo no me canso de mirar este testimonio de un mundo perdido, tal vez insustancial, pero plasmado con la sabiduría que solo poseen los grandes maestros.

Al darme cuenta de que en los dos últimos cuadros de esta sección aparecía una figura canina, me ha parecido una buena idea continuar en esa misma línea y dedicar el resto del mes a la presencia del perro en la pintura. Reconozco que me encanta descubrir figuras de animales en los cuadros, en especial cuando se trata de obras muy antiguas: mientras que los modelos humanos se alejan diametralmente de nosotros por sus atavíos y actitudes, ahí tenemos a los otros habitantes del planeta, idénticos a los que nos rodean hoy en día aunque lleven siglos plasmados sobre un lienzo. Este cuadro del holandés Gerard ter Borch (1617-1681) pertenece a la corriente costumbrista, tan usual en su época y entorno, que nos permite colarnos en la vida cotidiana de la gente sin importancia. Algunas de estas pinturas se detienen voluntariamente en aspectos humildes y poco agraciados de la realidad. No hay más que leer el título de la que traigo hoy a esta sección, Muchacho espulgando a su perro, para darse cuenta de que es un buen ejemplo de lo que acabo de decir. A mí este cuadro me parece de extraordinaria ternura. En el interior despojado de una casa sin grandes medios, los escasos elementos presentes nos ponen de forma rápida en situación: el protagonista humano de esta escena doméstica ha aparcado los útiles de su tarea, un tintero y un cuaderno, para atender la urgente necesidad de su mascota. El realismo y la delicadeza con la que está plasmado el otro protagonista, el perro que se deja hacer pacientemente sobre el regazo de su amo, delata la mano de un gran pintor. Hace unos pocos días vi a un perro de la misma raza con idéntica expresión de resignada espera mientras su amo charlaba animadamente en una reunión de amigos. Esta figura canina creada por Gerard ter Borch es fruto de la pericia y de la minuciosa observación, pero también de la sensibilidad de un artista capaz de captar la esencia perdurable de las pequeñas cosas.


El cuadro más conmovedor con protagonista canino que recuerdo haber visto se debe a los pinceles del británico Sir Edwin Landseer, un artista especializado en la pintura de animales que se sirvió de múltiples excusas para poblar sus lienzos de personajes no humanos: escenas cotidianas con mascotas, de lucha entre bestias salvajes, o incluso motivos fantásticos que le permitían recrear criaturas de mundos mágicos y legendarios. Abundan en su producción las imágenes de fidelidad y unión entre amos y perros, pero ninguna tan emocionante como esta, titulada El viejo pastor. Alguna otra de sus pinturas tiene como tema el duelo del animal por su dueño muerto, pero la sencillez del ambiente, la eliminación de la presencia humana y su sustitución por un ataúd, hacen de este cuadro el más sobrio, contundente y emotivo de los de su autor. A mí el gesto desolado de este animalito condenado a la soledad me produce una emoción difícil de igualar. Hacen falta mucha capacidad de observación y un profundo amor hacia esas criaturas que hacen más llevadero nuestro paso por el mundo para recrear su actitud de forma tan eficaz y conmovedora. Esta figura solitaria rodeada por los objetos que pertenecieron a su amigo desaparecido es la perfecta encarnación de la tristeza y la lealtad. Su visión me recuerda a los versos iniciales del hermoso poema Un gato en un piso vacío de la autora polaca Wislawa Szymborska, referido a otros de nuestros compañeros de viaje no humanos: «Morir, eso no se le hace a un gato. / Porque qué puede hacer un gato / en un piso vacío…».

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