PAN Y FÚTBOL

No me gusta el fútbol. Casi siento miedo de decirlo en voz alta y tal vez por eso lo escribo. No es que me moleste o lo rechace; es que en mi universo no existe, ni siquiera como simple espectáculo. Hay demasiadas cosas que me gustan y llenan mi tiempo. Los libros, el arte, la danza, el teatro. Los animales, el cine, los viajes. Las plantas, las puestas de sol, el maravilloso vaivén del mar. Las historias que me cuentan los niños. Las que me cuenta la gente en general. Pasear por la ciudad y por los parques. El dibujo de las aves por el cielo. Los cuerpos celestes y sus misteriosos nombres. El día tiene 24 horas que se repiten un número ―me parece a mí― no demasiado elevado de veces a lo largo de una vida. No tengo tiempo para contemplar las evoluciones de dos formaciones de individuos musculados que se disputan una esfera como si no hubiera mañana. Y mucho menos tengo tiempo de convertirlos en tema central de mi conversación ni de mis pensamientos. Todo lo anterior es una simple cuestión de preferencias y no tiene importancia alguna, pero en días como hoy, en que parece que la realidad y el destino universal se circunscriben al dibujo trazado por veintidós pares de piernas sobre un campo de césped, me produce una indescriptible sensación de soledad.

Esta mañana, lo primero que he oído al pisar la calle ha sido un retazo de la conversación entre varios contertulios de un bar vecino, que fumaban en la puerta del local. «Lo importante sería que el Madrid…», apostillaba uno con contundencia de orador romano. Poco después, en las cajas del supermercado, una señora explicaba a un conocido, en un alarde de ecuanimidad: «Yo lo que quiero es que gane el que más se lo trabaje». «Eso, eso, juego limpio», respondía él, con entusiasmo y sin demasiada lógica. Yo mientras tanto recogía mi compra meditando sobre cuáles eran mis deseos con respecto al trascendental evento de esta noche. Desoladora respuesta: ninguno. Rebusqué un poco más, por no sentirme tan ajena al acontecimiento que de tal forma aúna corazones y voluntades, y encontré al fin uno: deseo que ninguna de las fuentes que suelen ser escenario de celebraciones futbolísticas salga mal parada. Al parecer, no amo lo bastante a mi país como para vibrar con sus equipos, pero sí como para desear que se conserven sus monumentos.

Llevo varios días, eso sí, un poco levantisca con el tema. Busco en la radio una emisora que no hable de posibles alineaciones, lesionados y estrategias de entrenadores, y me veo abocada a escuchar un programa en el que se enseñan nociones de la lengua china u otro en que un médico recibe llamadas telefónicas de ancianitas apuradas por achaques múltiples, a las que diagnostica en la distancia, sin el menor pudor. Lo exótico de ambas opciones me impide enfadarme demasiado por la supremacía del tema futbolístico. Escucho en las noticias que un miembro de una mesa electoral ―porque tal vez lo hayamos olvidado: al día siguiente de la lucha fratricida entre los dos equipos de la capital, se celebran unas elecciones europeas― ha sido eximido de su deber ciudadano tras alegar que tenía entrada para acudir a la final de la Liga de Campeones en Lisboa. Aquí no hay paliativo alguno y me indigno. Escucho a continuación que se va a trazar un plan de vigilancia para que los autocares con aficionados de los equipos rivales no coincidan en las gasolineras, y me pongo a pensar en que con ese dinero de mis impuestos se podría sufragar más médicos que atendieran las urgencias, más profesores para desdoblar las aulas atiborradas de alumnos. Está claro que es mejor aprender chino o escuchar cómo un doctor de las ondas receta medicamentos a enfermos a los que no ve. O simplemente apagar la radio. Para tranquilizarme un poco acudo a la historia, y pienso en las masas efervorecidas sucesivamente por espectáculos de gladiadores o de toreros. Al parecer, es tendencia natural del pueblo la de rugir y olvidar sus cuitas dispuesto en gigantescos círculos, en torno a luchas que son su pasión y su consuelo. Pan y circo. Pan y toros. Los gobernantes pueden respirar aliviados en estos instantes: pocos en este país van a cuestionar ningún tema importante en los próximos noventa minutos. Con un poco de suerte, tal vez se acuerden de que, aparte de fútbol, deben suministrarnos el pan.

Es la hora de comienzo del partido y me asomo a la ventana. Las calles que alcanzo con la vista desde mi octavo piso están casi desiertas; sólo una pareja con niños pequeños sale de un comercio, llevando su cargamento de bolsas. Un pesado silencio expectante ha caído sobre el barrio. Esta calma se verá interrumpida en un tiempo imposible de precisar por aullidos unánimes de fervor o de repulsa, que parecen salir de los cimientos mismos de las casas. Preveo un posterior estallido pirotécnico y el escándalo de hinchas metidos a presión en vehículos recorriendo las calles a golpe de bocinazos, exhibiendo por las ventanillas banderas de uno u otro color. No hay local de la zona que no tenga un televisor encendido. Yo me siento delante de la pantalla de mi ordenador y disfruto de este silencio maravilloso y efímero. Me da por pensar que el gran pintor romántico Caspar David Friedrich, tan dado a plasmar la soledad del individuo frente a la inmensidad de las nubes o del mar, podría hoy pintar la mía frente a una final de fútbol. 

Comentarios

  1. Hace más de dos años que sigo tu blog y disfruto de tus escritos, pero hasta hoy no me había animado a añadir un comentario a alguno de ellos. ¡Cuánto me identifico con esa sensación de soledad de la que hablas! "Pan y fútbol", como tú dices, y la etiqueta de raro para quien no se suma a esa euforia colectiva. Gracias por compartir tu mirada lúcida y gracias por hacerlo con ese estilo tan cuidado. Es un placer leerte.

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    1. Gracias a ti, Raquel, por tu fidelidad y por decidirte a romper tu silencio. Con demasiada frecuencia pienso que una entrada no comentada es una entrada no leída, pero comentarios como el tuyo me demuestran que eso no es verdad en absoluto. Se me ocurre que es lo mismo que sucede con los que no participamos de las euforias colectivas: no se cuenta con nosotros porque no vociferamos ni enarbolamos banderas ni nos encaramamos a las fuentes, pero estamos ahí y alcanzamos un número mayor de lo que parece. De vez en cuando manifestamos nuestra opinión y nos sentimos acompañados. Gracias de nuevo por hacerlo y -espero- hasta muy pronto.

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