CUANDO LOS CUENTOS CRECEN
Tengo
una muestra suya en mi poder desde hace más de una semana, pero no he
querido traerla antes a este espacio por respeto a los que la han hecho
posible. Se trata de la edición de mi obra Mamá
duerme la siesta, que ganó hace ahora un año el XXXII Premio Felipe Trigo
de Narración Corta. El pasado viernes fue la presentación del libro en
Villanueva de la Serena, la población que contribuye con empeño a que un
concurso literario de tan larga trayectoria se perpetúe en tiempos difíciles.
Me pareció que era obligado que fueran los lectores locales quienes tuvieran la
primera noticia de la publicación.
A
veces pienso que ver publicada una obra propia es en cierta medida algo parecido
a ver bien situado a un hijo. Al fin y al cabo, los escritos no dejan de ser
criaturas desgajadas de nuestro yo y criadas a base de esfuerzo; uno las conoce
desde que son un mero germen, las alimenta y las saca adelante con mejor o peor
pulso, las ve transformarse y crecer a veces con satisfacción, frecuentemente
con inquietud y casi siempre con asombro: parece mentira la distancia abismal
que separa la idea primitiva del resultado final. Se les quiere, en definitiva,
a estos hijos de la imaginación y del trabajo. Y uno se plantea con inquietud
qué será de ellos una vez creados, si encontrarán un hueco por el que colarse
en el aprecio de los demás o si permanecerán para siempre pegados a nosotros,
como eternos niños tímidos incapaces de abrirse camino por sí solos.
Pero
un día, con un poco de suerte, uno recibe una caja y, al abrirla, se encuentra
con una pila de libros en cuya cubierta figura su nombre y el título con el
cual ha bautizado a su creación. Es un momento de emociones encontradas. Se
siente un inmenso alivio porque este hijo ha conseguido colocarse en la vida,
ha alcanzado una posición en el mundo, aunque sea modesta, pero se experimenta a la vez una
cierta sensación de despojamiento: esta criatura ya no nos pertenece, ya es un
poco de todo aquel que abra las páginas de un ejemplar y lea su contenido. Puede
que se llegue incluso a pensar con añoranza en los tiempos en que uno era el
único conocedor de la historia, o en que sabía la identidad de todos y cada
unos de sus lectores, personas de su círculo más inmediato. Porque no deja de
ser extraña la sensación que produce ser leído por desconocidos. Supongo que es
algo así lo que experimentan los padres cuando descubren que ya no controlan el
ámbito de relaciones y amistades de sus hijos, que en su momento fue tan
reducido y manejable.
Mamá duerme la siesta nació como un cuento. Conservo una versión del año
2008 ―no recuerdo ya si existió otra anterior―, que tiene una veintena de
páginas. El otro día lo comentaba con un colega de escritura: es increíble cómo
los personajes se apoderan de las ficciones que creamos y nos hacen seguir,
perplejos y sin aliento, los giros de la trama que deciden por su cuenta. Esta
historia fue creciendo y complicándose y ha desembocado en su forma actual, que en la edición que hoy presento roza las cien páginas. Es una longitud
incómoda, porque está a medio camino entre el relato y la novela breve y no
siempre resulta fácil conseguir su publicación. Los artífices del Premio Felipe
Trigo salen al paso de esta dificultad. Gracias a ellos, esta nueva criatura
mía se asoma ahora al mundo. Ya la siento ―aunque me duela reconocerlo― como un
poco menos mía.
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