MIRAR HACIA LO ALTO

Hace ya bastantes años, vi en el cine un cortometraje precioso sobre los seres inmóviles que observan los pasos de los madrileños desde las alturas, esos que los presurosos urbanitas nunca vemos en nuestro cotidiano deambular por la ciudad, ocupados como estamos en abrirnos camino entre coches, viandantes y dificultades cotidianas. Son criaturas aladas, dioses y aurigas que viven sobre los tejados de los edificios, que soportan a pie firme las inclemencias del invierno y el sol inmisericorde del verano de Madrid.

Viendo aquel corto en una sesión de cine de mi primera juventud, tuve la sensación de que las alturas de mi ciudad estaban densamente pobladas por un sinfín de personajes misteriosos, y sentí el imperioso deseo de sobrevolar los tejados para contemplarlos de cerca, para mirarlos cara a cara. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y no soy capaz de recordar el título del cortometraje ni mucho menos el nombre de su autor. He fracasado en mi intento de localizarlo en la red. Ni que decir tiene que también ha fracasado –de momento- mi anhelo de mirar a los ojos, desde muy cerca, a las criaturas de bronce o piedra.

Lo más parecido a este deseo mío de saltar de tejado en tejado me lo brinda siempre que tengo ocasión la azotea del Círculo de Bellas Artes. A juzgar por lo transitada que se encuentra en los atardeceres de verano, somos muchos los que deseamos codearnos con la gigantesca escultura de Minerva que se yergue sobre ella, o tratar de tú a tú a los misteriosos aurigas de bronce del antiguo Banco de Bilbao o a la Victoria alada del cercano edificio Metrópolis. Acompaño estas líneas con un par de imágenes que tomé allí hace dos veranos. Ni las condiciones de luz eran la mejores ni el objetivo de mi pequeña cámara daba para más. La red está plagada de fotografías sobre los mismos motivos realizadas con increíbles alardes técnicos, pero éstas tienen para mí, en su modestia, el encanto de traer asociado el recuerdo de los apacibles atardeceres pasados en la azotea del Círculo, volcada sobre la barandilla, rodeada por un buen número de desocupados visitantes que presenciaban pacientemente la lenta progresión del crepúsculo veraniego, armados con trípodes y cámaras, en parejas, en ruidosos grupos o en melancólica soledad, asaltados tal vez por un vehemente deseo de volar similar al mío.


En contra de lo que pudiera deducirse de todo lo anterior, en mis movimientos cotidianos soy una persona tremendamente apegada al suelo. Camino siempre prestando gran atención a lo que tengo delante de mis pies; no se me escapa detalle, inanimado o animal, que se cruce en mi camino. Hojas secas, insectos, papeles llevados de aquí para allá por el viento o los transeúntes: todo lo que se mueve a ras de suelo atrae mi atención. Tengo una larga trayectoria de hallazgos más o menos afortunados de objetos abandonados. Me pregunto si tendrá algo que ver con la personalidad de cada cual la tendencia a caminar mirando hacia arriba o hacia abajo. Lo que sí me parece muy definitorio de un carácter es la contradicción que se da en mí de apego a la tierra y añoranza de las alturas.

Toda la reflexión anterior me ha surgido porque el pasado fin de semana, largo y festivo en las tierras castellano-manchegas en las que trabajo, me sucedió algo insólito: me tropecé al caminar. Varias veces, casi consecutivas. Y no por torpeza o cansancio, sino por el en mí desusado hábito de ir mirando hacia lo alto. Sucedió el acontecimiento durante un paseo por el Parque de las Tablas de Daimiel, rebosante de agua y belleza tras una temporada de intensa lluvia. Tanta agua había que se habían habilitado unas tarimas supletorias para pasar sobre los puentes y evitar mojarse los pies. Y cada vez que mis pies llegaban a una de esas tarimas, se enredaban sin remedio: yo, que siempre voy mirando donde piso, estaba entretenida en contemplaciones más aéreas. Buena parte de la responsabilidad la tuvieron también esta vez unos seres alados, estos de carne y pluma, que me rodearon durante mi paseo. Traigo aquí una imagen de la que sí estoy orgullosa, aunque fue más producto de la buena fortuna que de mi pericia. Según me dice una buena compañera de trabajo experta en cuestiones naturales, los sujetos protagonistas pertenecen al grupo de las golondrinas dáuricas. Por mi parte, añadiré que su expresión recelosa y la valentía de posarse a escasos palmos de mí –para mi buena suerte fotográfica- se deben al deseo de proteger su cercano nido.
 

No puedo evitar asociar ideas y plantearme si estos tropezones míos del otro día serán el síntoma de que empiezo a mirar hacia lo alto después de una larga época de preocupaciones. Con todo lo descreída que soy, el mundo me parece con frecuencia un cúmulo de signos que es necesario descifrar. Estoy, podéis creerme, deseando percibir síntomas parecidos en mi entorno, ver cabezas vueltas hacia las alturas tras estos largos, pesarosos tiempos de mirar siempre hacia el suelo.

Comentarios

  1. Qué nombre tan bonito, golondrinas aúricas. Y qué bien que hayas empezado a tropezar, por fin, despues de un periodo tan largo de mirar al suelo. Aunque, no creas, debes seguir teniendo cuidado porque ya sabes que yo, que me siento también terrestre a tope, casi cada año me desgracio por una caída. La foto es maravillosa y creo que las otras dos también. Yo no soy experta pero ver tan cerca aquello que normalmente se me escapa me ha encantado. y sobre todo el mensaje de optimismo. Tenemos que celebrarlo. L.

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    1. Eran golondrinas dáuricas, pero tal vez tu error a la hora de pulsar el teclado les ha otorgado un nombre aún más sonoro y mágico. Es la única ventaja que le veo a mi profunda ignorancia sobre temas naturales: cuando llega a mis oídos el nombre de una especie vegetal o animal que desconozco, con frecuencia me resulta más bello y fascinante que si lo manejara de toda la vida.

      ¿Te alegras de mi nuevo hábito de tropezar por no mirar el suelo? Yo también. Me gustaría que durara (con las consabidas precauciones, claro). Puestos a tropezar en la vida, mejor hacerlo por estar mirando hacia lo alto.

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