CALZARSE EL VERANO
Por
una estupenda casualidad del calendario, estoy releyendo estos días, para
preparar la próxima reunión de mi club de lectores, esa hermosa evocación del
verano como estación del año y como etapa de la vida que es El vino del estío de Ray Bradbury. Este
libro llegó a mis manos por primera vez en otra
primavera, pero no tan avanzada como ésta: cuando alzaba la vista de él para mirar por la ventana, descubría una
luminosidad que iba creciendo poco a poco, pero si bajaba los ojos hacia mis
pies, me los encontraba aún cubiertos por calzado de invierno, bien calentitos,
a resguardo del frío y de las lluvias. Y no le demos vueltas: es
incomparablemente mejor recorrer el periplo estival del vitalista e inquieto
Douglas Spaulding, alter ego de su autor con doce años, cuando el verano está,
definitivamente, llamando a nuestros cristales para que le abramos las
ventanas.
El vino del estío es de esas novelas que estoy abocada a releer
muchas veces. Contiene infinitos detalles que me hacen feliz. Reflexiones sobre
los grandes temas del tiempo, el miedo y la muerte, pero también sobre los
pequeños detalles que conforman nuestra vida y que, evocados desde la distancia
de los años, cobran un relieve extraordinario. Elegir entre estos elementos
mínimos y a la vez llenos de significado es difícil, pero hoy me quedo con uno
con el que, me atrevo a decir, todo lector que recorre estas páginas de
Bradbury se siente identificado. Se trata del pasaje en que el niño
protagonista acude a una zapatería para sustituir su calzado de invierno por
unas zapatillas de tenis. Es para él toda una ceremonia, un instante de
profunda emoción; las infinitas posibilidades de ese verano aún por estrenar
están contenidas en el tejido fresco, en las livianas suelas de esas zapatillas
con las que –está convencido- puede recorrer hasta el último vericueto de la
estación que comienza. Su afán renovador se enfrenta, como no podía ser menos,
con el sentido práctico de su padre. “¿Qué
ocurre con los zapatos del año pasado?”, le pregunta éste con frío
realismo. “¿No están aún en el armario?”
Y están en el armario, por supuesto. El lector lo sabe, el padre lo sabe,
Douglas también. Pero lo que sólo el niño parece comprender es que esos viejos
zapatos ya no sirven. Su poder mágico, su capacidad de aventura, murieron al
final del verano precedente. El lenguaje poético y evocador de Bradbury refleja
a la perfección las reflexiones del muchacho sobre su ineludible necesidad de
estrenar zapatos:
“Era para sentirse como todos los
veranos, cuando uno se saca los zapatos por primera vez y corre por la hierba.
Era como sacar los pies de las mantas tibias del invierno y enfriarlos en el
viento que entra por la ventana abierta, y meterlos otra vez bajo las mantas:
dos bolas de nieve. Como todos los años, cuando uno vadea por primera vez las
lentas aguas del arroyo y los pies aparecen un centímetro más adelante, aguas
abajo, que la parte real de uno sobre el agua”.
Todos
tenemos, en nuestro recuerdo, en nuestro armario, en nuestro ritual repetido de
dar la bienvenida al verano, unos zapatos de tenis. Tal vez sea un calzado o
tal vez no; quizá no se trate siquiera de una prenda de vestir, o incluso sea
un elemento ajeno a nosotros que nos recuerda año tras año que ya está ahí esa
estación abierta a la luz y a la vida, asociada inevitablemente a la libertad, a
las posibilidades, a la aventura. Hace un par de días, recibí un correo
electrónico de un amigo en el que éste me hablaba de la sensación de felicidad
que le embarga cada año cuando se produce la llegada de los vencejos, con sus
prodigiosos vuelos y su piar incesante. Es la misma sensación, me contaba, que
lo acompañaba de niño cuando el curso estaba a punto de terminar y se frotaba
las manos pensando en las infinitas posibilidades que el tiempo libre le
brindaba. El mismo día que recibí ese mensaje, había sacado yo del armario por
primera vez este año una prenda de vestir en la que se cifra para mí el
arranque del verano. Es una prenda ya vieja, que me ha acompañado en unos
cuantos viajes y con la que he despedido a varias generaciones de
estudiantes en medio de los calores de finales de junio. Mucho tiene que
deteriorarse su tejido para que me decida algún día a desprenderme de ella.
Sería como tirar el verano.
Estoy
segura de que, si algún lector ha llegado a estas alturas de la entrada,
llevará un rato evocando ese objeto o costumbre o vestimenta en el que se
contiene el tesoro del verano por estrenar, el símbolo material de esos días
llenos aún de posibilidades e ilusiones intactas, anteriores al momento en que
la estación real comience, tal vez, a desengañarnos.
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