PEQUEÑAS HAZAÑAS COTIDIANAS
En
alguna otra entrada de este blog he comentado mi curiosa inclinación a meditar
en los supermercados. Es uno de los ámbitos cotidianos que me ofrece más
motivos para la reflexión: las personas aisladas o en pequeños grupos,
deambulando concentradas entre las estanterías y rimeros de productos,
seleccionando lo adecuado para la subsistencia de los próximos días. Las
expresiones de cansancio, las discusiones de pareja, las broncas a pequeños
revoltosos, los gestos mínimos, que tan significativos resultan, de arañar la
calderilla de un monedero o revisar hasta la extenuación la nota con los
precios. La espera en la cola de las cajas, mientras el comprador que nos
precede despliega sin pudor sobre la cinta transportadora una serie de
elementos que nos dicen mucho sobre su intimidad y su vida familiar. Observando
con atención, podemos deducir por lo que adquiere si ese desconocido vive solo
o acompañado, si tiene niños o mascotas, si entre sus aficiones está el darse a
la bebida o atiborrarse de dulces, si es un fanático de la comida ligera y los
productos macrobióticos, hipocalóricos y esdrújulos que abarrotan nuestras
estanterías de consumidores modernos. La existencia entera, con sus problemas,
sus placeres y dificultades, parece estar encerrada entre los muros de ese
habitual de nuestras vidas que es el supermercado.
Aparte
de las anteriores reflexiones, mientras espero en la cola para pagar mi compra,
me suele asaltar el recuerdo de un personaje al que tuve ocasión de observar
hace unos años en una ocasión semejante. Estaba yo en una de esas abrumadoras
grandes superficies que parecen contener el universo en la inmensidad de sus
naves. La cola de compradores era notable, y se bifurcaba entre una larga serie
de cajas donde, con increíble rapidez, un amplio número de empleados, casi
todos del sexo femenino, iban pasando los productos adquiridos por el lector
del código de barras. A mí me tocó una caja en la que atendía un hombre, pero
ese fue sólo el primer elemento sorprendente. Porque el empleado en cuestión era
manco. Con su único brazo, se las arreglaba para ir tomando uno a uno los
productos y leerles el precio a increíble velocidad. Con frecuencia, los
envases se enredaban unos con otros, se torcían o se escabullían sobre la cinta
como si estuvieran dotados de vida propia. Todos esos pequeños contratiempos
los resolvía aquel hombre con extraordinario despliegue de energía; lo que a
cualquiera de los presentes le habría supuesto un esfuerzo insignificante, era
para él todo un reto. Nunca he visto a nadie más concentrado en su labor. La
jornada de trabajo de aquel cajero me pareció una hazaña de más empaque que las
narradas en las viejas epopeyas.
Si
me remonto unos años más, me viene a la cabeza otro personaje del que guardo un
recuerdo semejante. Había entrado yo, no recuerdo a causa de qué olvido o
necesidad imprevista, en un establecimiento muy alejado de mi zona habitual. Entre
los clientes había un hombre mayor, que se movía por el local con parsimonia y
elegancia, muy erguido, con aires de caballero antiguo. Llevaba una nota en la
mano e iba reuniendo con gran lentitud los productos que se disponía a comprar.
De inmediato llamó mi atención y me dediqué a seguir sus evoluciones por la
tienda, y descubrí que lo que a primera vista parecía una placidez ajena a los
tiempos modernos era en realidad un completo desconcierto: le costaba
distinguir las etiquetas, preguntaba una y otra vez a los empleados por la
ubicación de las cosas, se le olvidaban de inmediato las indicaciones que le
proporcionaban o no las comprendía bien, daba vueltas y más vueltas sin
encontrar nada. Aun así, proseguía su tarea, nota de la compra en ristre, con
firme determinación. Me di cuenta de que para ese anciano que tal vez tuviera
dificultades para ubicarse, para utilizar sus sentidos o para captar la
realidad, llevar a buen puerto aquella insignificante empresa de regresar a
casa con los productos anotados en la lista de la compra era de una importancia
capital. Contuve mis deseos de ayudarlo: por la solemnidad con la que esgrimía
el papel, comprendí que inmiscuirme en su pequeña hazaña diaria habría sido una
falta de delicadeza imperdonable.
Me
remonto más años para regresar a los días felices de la universidad y a una
imagen que cuento entre mis recuerdos más queridos. No está relacionada con
compras ni superficies comerciales, pero sí tiene como protagonista a una pequeña
heroína. La conocí gracias a mi costumbre de bajar andando desde Moncloa hasta
mi facultad, que era la de Filología. Con frecuencia esperaba cerca del metro a
algún compañero de clase para no hacer el trayecto sola. Fue allí donde la
conocí. Era una jovencita, casi una niña, con síndrome de Down. Acudía sola
todos los días al lugar donde la recogía su transporte escolar, que era el mismo
punto donde yo quedaba siempre con mi amigo. Coincidimos, por ello, muchas
veces. A mí me gustaba mucho verla venir, con su mochila bien colocada en la
espalda, sonriente, disfrutando de la libertad de caminar sola por las calles,
de la confianza que habían depositado en ella sus familiares. Se la veía
también concentrada, como esforzándose por recordar el camino preciso, por
cruzar entre el tráfico por el punto adecuado, por no perder el rumbo. A juzgar
por su expresión, se diría que aquel trayecto rutinario entre viandantes
presurosos y riadas de coches tenía para ella la emoción y el peligro de un viaje
largo y azaroso. Era la misma expresión concentrada que años después leí en el
rostro del anciano que buscaba incansable un comestible, dando vueltas en torno
a la estantería del supermercado. La misma del cajero que volteaba bolsas y
latas y envases de plástico con la precaria movilidad de su único brazo. A mí
me emocionan estas pequeñas hazañas cotidianas, más que las que cuentan los
grandiosos poemas del pasado. Qué le vamos a hacer: nunca he estado dotada para
la épica.
Lo más llamativo para mi de esos sitios (a los que se procura no entrar) es que no se habla. No hay con quien hablar. Te enfretas con los pasillos esos, te enfrentas con las cosas que ponen ahí (que, por cierto, esas cosas sí que no paran de hablar: la última es muy buena: estaba yo tomando un vaso de leche y al cabo de un rato de estar mirando por la ventana, me digo: ¿es posible que me estén diciendo esto casi sin darme cuenta? Y sí, era posible. El cartón de leche decía: "Apadrina a una vaca y ven a Asturias a conocerla"), y decñia que lo que le pasaba a ese señor, nos pasa o todos, solo que nos hacemos los listos y desenvueltos, pero ahí no te enteras de nada sensato. Esto de hablar, desde luego, impediría bastante pedir las memeces que ponen en esos estantes, sólo por la vergüenza que sentiríamos al pedirlas.
ResponderEliminarDesde niña, mi afición a leer me ha llevado a pasear los ojos con ansiedad sobre cualquier letrero a mi alcance. Soy de las que, durante el desayuno, se lee de cabo a rabo la composición de los cereales, las promociones del café, los mensajes publicitarios del cartón de leche. Promesas de salud, de colesterol controlado, de milagros de la fibra, de sorteos de viajes y sueldos vitalicios. Pero… ¿apadrinar una vaca? Algo semejante no me lo había encontrado hasta ahora. ¿Y viajar a Asturias a conocerla…? Eso ya me entusiasma. Me imagino al borde del prado, junto a un campesino que me señala una vaca blanca y negra, idéntica a las otras, pero a la que de inmediato distingo con mis preferencias. Qué desayuno tan estupendo debiste de pasar, con semejante perspectiva. (Por cierto: confieso que he buscado la promoción publicitaria en Internet, porque me costaba creer que fuera real. Y me rindo a la evidencia. Era auténtica. Cómo supera la realidad a cuanto podamos inventarnos).
EliminarHace muchos años, cuando a cualquier niño con dificultades le estaba vedado asistir al colegio con el resto de sus compañeros, trabajé con un grupo de chicos y chicas con parálisis cerebral. En mi vida profesional creo que ha sido la experiencia más rica. Algunos era la primera vez que iban a la escuela. Sus dificultades eran muy variadas: muchas dificultades para hablar, para caminar, para manipular los objetos cotidianos, ... Su interés por aprender, por todo lo que les rodeaba me hacía confiar en el género humano. Qué capacidad para enfrentarse a la adversidad y cómo lo enfrentaban. Es una buena diferencia: incomunicación por los pasillos del super y estrategias de comunicación de las personas que tienen el reto de hacerse oir. L
ResponderEliminarLa dificultad para establecer comunicación con otros seres humanos, qué forma extrema de soledad. Los que amamos y reivindicamos el silencio y la soledad elegida nos podemos permitir ese lujo porque nos basta con abrir la boca, empuñar un teléfono, pulsar un teclado, para tener vías de expresión y puentes que se tienden hacia nuestros semejantes. No puedo imaginar el terror absoluto de sentir que existe un muro a duras penas franqueable entre uno mismo y los demás.
EliminarMe encanta tu artículo...a veces hace falta leer algo así para mirar con otros ojos una tarea tan cotidiana, y en mi opinión tan aburrida, como ir al supermercado...La próxima vez que vaya me acordaré de ti y de tu artículo
ResponderEliminarSobre los héroes del día a día, creo conocer a varios, entre ellos estás tú.
¡Qué alegría leerte en este espacio, Marina! Gracias por tus palabras. Aunque no me atrevo a incluirme entre ellas, tengo la impresión de que nuestro común lugar de trabajo alberga a un buen puñado de personas increíbles. Es gente que afronta a diario con energía e ilusión tareas en las que pone mucho de sí y en las que demasiado a menudo se enfrenta con graves dificultades, con carencias y -esto es para mí lo peor- con la incomprensión de aquellos para los que trabajan, que no pueden o no saben agradecer sus esfuerzos. Algunas de estas personas ya no trabajan con nosotros, pero a mí me han enseñado tanto que no pasa un solo día sin que me acuerde de ellas durante mi jornada laboral. ¿Será por esa conjunción de gente extraordinaria, por lo que ni me planteo esas cuestiones prácticas tan gratas a la mayoría, de buscar un lugar de trabajo más tranquilo, más cercano a mi casa, que me dé menos disgustos y que me permita ahorrar tiempo y combustible...?
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