CUADROS QUE DE NIÑA ME GUSTABAN
En
aquellos tiempos hoy inconcebibles previos a la revolución digital, los
amantes del arte dedicábamos mucho tiempo y esfuerzo a rastrear en libros y
revistas en busca de reproducciones de las obras de las que queríamos conservar
un recuerdo. Cada vez que visitábamos un museo o exposición, asaltábamos a la
salida los expositores de postales o, si lo visto había sido globalmente de
nuestro agrado, adquiríamos –a veces con gran esfuerzo económico- el catálogo
correspondiente.
Me recuerdo de adolescente acudiendo incluso a las colecciones de diapositivas de los fondos del Museo del Prado, en las que era posible encontrar obras que no estaban editadas en papel. Conservo así una reproducción del Autorretrato del pintor valenciano Ignacio Pinazo, que me fascinó cuando, muy joven, recorrí incansablemente las salas del Casón del Buen Retiro, donde por aquel entonces se albergaba la colección del Prado correspondiente al siglo XIX. Todavía conservo la diapositiva en cuestión, que tiene varias décadas y ha adquirido ese melancólico color sepia de las fotografías antiguas. Me gusta mucho mirarla, y de hecho la tengo junto al ordenador en el que escribo en estos momentos. Ahora todo es mucho más fácil: basta con teclear en un buscador el nombre del artista y se desplegará ante nosotros un sinfín de imágenes de sus obras, algunas con unas más que aceptables resolución y fidelidad a los colores originales. De hecho, me fue muy fácil encontrar el Autorretrato de Pinazo cuando lo incluí en la sección de El cuadro de la semana el pasado mes de julio. Pero no nos engañemos: algo de magia se ha perdido en todo este proceso. Aquella jovencita que se iniciaba en el mundo del arte valoraba mucho más la reproducción tan trabajosamente lograda que la adulta que tiene ahora las obras más inaccesibles a un simple golpe de teclado.
Si
me remonto más años atrás, me recuerdo de niña armada con unas tijeras y con
una irrefrenable propensión a recortar cuantas imágenes fueran de mi agrado
para disponerlas por las paredes de mi cuarto. No siempre –lo confieso- ese
proceso se llevó a cabo teniendo en cuenta el valor o la integridad de la
publicación en la que dicha imagen estuviera ubicada. Como me avergüenza
bastante evocar algún libro que salió mal parado de ese afán mío por rodearme de
cuanto consideraba hermoso, me centraré en dos cuadros que en su momento adornaron
las paredes de mi habitación y que fueron extraídos de sendas revistas.
Esta
encantadora damita pelirroja que nos mira desde el lienzo con expresión
candorosa formó parte durante mucho tiempo de mis pertenencias más preciadas.
Tiene una muñeca sobre el regazo y un gato frente a ella; el espectador avezado
descubrirá en seguida que la muñeca está descalza y que quien lleva puestos sus
delicados zapatitos blancos y rosas es el felino. El título da una pista para
los menos observadores: Gato con botas.
El cuadro ocupaba la contraportada de un ejemplar de Selecciones del Reader's Digest que encontré en mi casa, y que
recorté escrupulosamente sin consultar a nadie. Con el tiempo, pasó a ocupar la
cubierta de una novela sobre la infancia que escribí de jovencita y que he
perdido. Muchos años después, descubrí gracias a Internet que el autor de este delicioso
retrato es el pintor prerrafaelista Sir John Everett Millais, el mismo que
sumergió a su joven modelo en una bañera llena de agua para crear la más estremecedora
imagen de Ofelia que se ha realizado jamás. Con los años, ha llegado a
convertirse en uno de mis artistas favoritos. Se conoce que, de niña, eso ya me
lo veía venir.
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