QUÉ FUE DE AQUEL MUCHACHO
Los
que trabajamos con gente muy joven fantaseamos de vez en cuando con los
derroteros que seguirán en el futuro sus vidas. En ocasiones lo hacemos con
preocupación: nos cuesta ver en el muchachito despistado y completamente
perdido para las cuestiones prácticas el germen de una persona que deberá
enfrentarse a los problemas de la existencia y resolverlos por sí solo. Otras,
con enormes expectativas: qué no será capaz de hacer ese chico o chica dotado
de talento, don de gentes, agudeza, tenacidad. Casi nunca llegamos a
averiguarlo. Nuestros pequeños desastrillos, nuestros alumnos brillantes, los
niños con los que compartimos disgustos y dificultades y risas y pequeños
éxitos, se diseminan por el mundo y siguen siendo para nosotros las figuras
juveniles que nos miraban atentas o distraídas, con frecuencia en posturas
inverosímiles, desde su puesto en el aula.
Hará cosa de un mes, un colega de tareas docentes me contó esta anécdota que habla del afortunado regreso de una de esas figuras del pasado. Los protagonistas son un maestro, Louis Germain, y uno de sus alumnos, un niño huérfano de padre al que dicho maestro dio clase en una escuela de Argel en los años veinte del siglo pasado. Ese niño criado en medio de extremas dificultades económicas por su madre y su abuela, en una familia estrecha de miras en la que, según sus propias palabras, “no se leía ni escribía”, se convirtió con el tiempo en un escritor de renombre mundial, el segundo más joven en obtener el Premio Nobel de Literatura. Se trata de Albert Camus. Tras recibir el citado galardón en 1957, Camus se acordó del maestro que había sido para él un apoyo fundamental en momentos muy difíciles, del hombre que desplegaba frente a sus asombrados ojos infantiles una fantástica colección de minerales, un mapa lleno de nombres sugerentes, una linterna mágica. El laureado escritor que estaba en esos momentos en la cumbre del éxito, tomó su pluma para dirigirse a ese hombre modesto y le escribió la siguiente carta:
Querido señor Germain:
He esperado a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo, pero este ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Albert Camus
Hará cosa de un mes, un colega de tareas docentes me contó esta anécdota que habla del afortunado regreso de una de esas figuras del pasado. Los protagonistas son un maestro, Louis Germain, y uno de sus alumnos, un niño huérfano de padre al que dicho maestro dio clase en una escuela de Argel en los años veinte del siglo pasado. Ese niño criado en medio de extremas dificultades económicas por su madre y su abuela, en una familia estrecha de miras en la que, según sus propias palabras, “no se leía ni escribía”, se convirtió con el tiempo en un escritor de renombre mundial, el segundo más joven en obtener el Premio Nobel de Literatura. Se trata de Albert Camus. Tras recibir el citado galardón en 1957, Camus se acordó del maestro que había sido para él un apoyo fundamental en momentos muy difíciles, del hombre que desplegaba frente a sus asombrados ojos infantiles una fantástica colección de minerales, un mapa lleno de nombres sugerentes, una linterna mágica. El laureado escritor que estaba en esos momentos en la cumbre del éxito, tomó su pluma para dirigirse a ese hombre modesto y le escribió la siguiente carta:
Querido señor Germain:
He esperado a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo, pero este ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus
No
sé si le ocurrirá lo mismo al compañero de instituto que me brindó esta
preciosa historia –y al que le agradezco que lo haya hecho-, pero ahora tengo
un nuevo motivo para fantasear cuando observo en el aula la marea de cabezas
inclinadas sobre los cuadernos, el gesto furtivo del que lanza una bola de
papel creyéndome despistada, la expresión concentrada del que intenta en vano
que su hoja de ejercicios no sea un desastre de tachones, el movimiento
sospechoso de la carpeta que se alza para tapar la conversación con el
compañero de mesa. Y, sobre todo, cuando contemplo ese espectáculo portentoso
de los ojos abiertos de par en par por el asombro y la guerra de dedos alzados
disputándose el privilegio de ser el primero en plantear sus dudas y opiniones.
Solo me cabe una duda: ¿se acordaría el señor Germain, al leer la carta que le
remitía un sesudo hombre de letras, del pequeño Camus que lo contemplaba con
fascinación, varias décadas antes, desde detrás de su pupitre?
Una
imagen tomada en Argel en 1920:
El pequeño Albert Camus, en la primera fila, con ropa oscura,
en la carnicería de su tío.
Muchas veces, a lo largo de los años, me he planteado cuánto del esfuerzo que realizamos los maestros contribuirá a que nuestros alumnos sean humanamente ricos y felices. Pero que satisfación nos da cuando después de años de abandonar el centro vuelven a él y nos saludan alegremente recordando los años pasados en común. O cuando les encontramos en otros lugares, en otros ambientes y nos saludan con interés. Qué bonita historia la de Camus. Qué bien la has contado. L.
ResponderEliminarEs una bonita historia, realmente. Para mí tienen mucho encanto todas estas historias de retorno de personas del pasado, de constatación de cómo el roce con otros seres humanos ha tenido consecuencias e implicaciones mayores de las que llegamos a imaginar en su momento... Me alegro de verte de nuevo por este rincón. Se te ha echado de menos.
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