LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2012)
Un
anónimo elaborado con recortes de periódico, un personaje amenazado de muerte,
una jornada de caza que acaba trágicamente. A partir de ahí, las hipótesis,
comadreos y comentarios no siempre piadosos sobre los difuntos se suceden
vertiginosamente. Estamos en la Sicilia rural, claro está. Sciascia aprovecha
el caso policíaco para pasar revista a las debilidades de una sociedad a la que
disecciona sin concesiones pero sin perder el humor. En esta novela de
crímenes, la policía tiene un papel escaso. Los carabineros nos parecen de
lentas reacciones, incapaces de atar cabos, interesados apenas en el caso que
les toca investigar. En cambio, la comunidad entera palpita al son del misterio
que amenaza con quedar sin resolución: todo el mundo opina, todos conocen a un
pariente o amigo o testigo que les ha contado algo; ríos de sospechas corren
por las calles y se diluyen por las esquinas. El papel protagonista en esta
investigación atípica se lo atribuye el profesor Laurana, un hombre anodino,
carente de energía en su vida privada pero con capacidad intelectual para
afrontar el misterio. El lector teme desde el principio por el destino de este
investigador accidental que no es fuerte ni valeroso ni tiene recursos para
esquivar el peligro, y que simplemente pretende, como quien resuelve un
crucigrama o se enfrenta a un rival de ajedrez, ordenar las piezas del
rompecabezas y que a cada cual le corresponda lo suyo.
“Hay que viajar para darse cuenta de
que una pasión, una idea, un hombre, solo son importantes si resisten una
proyección a través del tiempo y del espacio”, afirma Josep Pla en el prólogo a la primera
edición de Viaje en autobús. Y al
escritor y periodista catalán no le es necesario viajar muy lejos para
lograrlo. En este libro plasma sus idas y venidas por su tierra natal en un
medio de transporte modesto, popular y con escasa fortuna en la literatura si
se lo considera en relación con sus parientes el tren y el barco. Los paisajes
a través de la ventanilla, las anécdotas sucedidas durante el trayecto, las
conversaciones con otros pasajeros, los altos en el camino, le dan pie al autor
para reflexionar y exponer su agudo punto de vista sobre infinidad de temas:
las relaciones humanas, las costumbres y su evolución, la naturaleza, las
creencias religiosas, los lugares comunes; sobre todo ello y mucho más pasea
Pla su mirada comprensiva, irónica, inteligente. Y lo hace con un lenguaje rico
y expresivo, lleno de matices y de aciertos deslumbrantes, de formulaciones
certeras. Estas páginas están llenas de frases inolvidables, como esta preciosa
definición sobre el arte musical: “Numerar
el bramido interno, sordo y terrible del mundo, esto es la música”.
Durante
un tiempo me he resistido a abordar la lectura de esta última novela de la
serie protagonizada por el comisario Wallander. Y eso que el libro parecía
hacerme guiños desde la estantería donde aguardaba pacientemente. Al final he
atendido a su llamada, pero con una sensación agridulce: sé que al final
sentiré como si me despidiera de un amigo. Es lo que tienen estos personajes a
los que acompañamos en sus peripecias a lo largo de los años. Y es que he
vivido ya muchos avatares junto a este policía esforzado, emocional y
desastrado. Lo he visto ponerse en peligro gratuitamente, he sentido deseos de
gritar para avisarlo del peligro. He contemplado con simpatía sus errores y su
implicación sentimental con las víctimas. He sentido deseos de ayudarlo cuando
la parte práctica de su existencia se desmoronaba sobre su cabeza (ay, esas
lavadoras que nunca tiene tiempo de poner, ese coche viejo que lo deja tirado
en el momento más inoportuno…). Ahora Mankell me lo presenta sesentón y
concienciado de la necesidad de controlar su diabetes. Se ha comprado una casa
en el campo y tiene un compañero canino. Se ha convertido en abuelo. Más
entrañable que nunca, el bueno de Wallander está a punto de decirme adiós.
Siempre me quedarán las relecturas, por supuesto. Pero no nos engañemos: no es
lo mismo. Será como intentar resucitar una amistad revisando fotografías y
vídeos de otros tiempos.
Este
Reloj sin manecillas, última novela
escrita por la autora estadounidense Carson McCullers, comienza con un símbolo
precioso. El joven Jester, descendiente de una familia de rancio abolengo, le
cuenta a su abuelo que, cada vez que contempla un paisaje pintado por una
antepasada suya, le parece ver en una de las
nubes que surcan el cielo la figura de una mula de color rosa, que antes
no estaba ahí pero que ya no puede obviar cuando mira la pintura. De la misma
forma que ese cuadro que ha acompañado su infancia ya no volverá a ser el mismo
para él, una mirada nueva se extiende también a su entorno, a la sociedad, a la
formidable figura de su abuelo, un juez reaccionario, encarnación de los
ideales del Sur más tradicional. Una profunda revolución se está, además,
gestando en el interior del adolescente Jester, abrumado por el descubrimiento
de su propia sexualidad, que no encaja en los cánones establecidos. El choque
es inevitable: lo antiguo y lo nuevo, lo convencional y lo distinto, la vejez y
la juventud que estalla. Y como fondo, la amenaza de ese reloj sin manecillas
de nuestra vida, que avanza inexorable, sin que sepamos nunca cuántas horas le
quedan por marcar.
Un
caserón en ruinas por una de cuyas ventanas asoma un rostro que observa la
calle: este es el sugerente inicio de La
balada del café triste, novela breve de Carson McCullers. Una mujer fiera e
independiente, un enigmático jorobado y un fuera de la ley confluyen en el café
que da título a la obra. Toda una población asiste, expectante, a la intensa
trama de lealtades y odios, ternura y rencor que se teje en torno a estos tres
peculiares protagonistas. El lector es uno más de esos lugareños que acude al
café, se agolpa en el porche, atisba por las ventanas para ser testigo de la
historia. Nunca McCullers llegó más lejos en su plasmación de personajes
marginales, desvalidos, al límite; en su reflejo de la vida humana como un
continuo y fallido intento de establecer comunicación con los semejantes. Al
igual que en su primera novela, la escritora sigue empeñada en demostrarnos que
nuestro corazón está condenado a salir de caza en solitario.
Un
hombre insignificante dotado del portentoso don de que sus sueños se hagan
realidad, y frente a él, el psiquiatra que intenta ayudarlo. Hasta aquí, el
planteamiento de una novela fantástica al uso. Pero Ursula K. Le Guin va mucho
más allá, porque George Orr, el protagonista de La rueda celeste, no solo tiene sueños que se materializan en el
futuro, sino que son capaces de reescribir la historia. Si en su sueño modifica
un objeto o un paisaje, se encuentra al despertar con que los que lo rodean
están convencidos de que ese nuevo estado es el original. Si sueña que
determinada ciudad no está en el mapa, nadie recordará siquiera su existencia
cuando George despierte. Él es el único que conserva la doble memoria, la
constancia de lo que sucedió antes y lo que sucede tras su sueño. El lector
asiste a la angustiosa experiencia del personaje, comprende el peso de su culpa,
pero no puede evitar a la vez sentir una creciente curiosidad por presenciar
ese alucinante juego de multiplicaciones, de realidades que se bifurcan, de
universos paralelos que van surgiendo de las páginas de este libro
sorprendente.
En esta novela en la que proliferan los extraterrestres y los desastres que asolan la humanidad, hay sin embargo frecuentes notas de lirismo, delicadas incursiones en la intimidad de los personajes, en el pequeño detalle que nos acerca a nuestros semejantes y nos aleja de la soledad. Elijo como ejemplo un pasaje del comienzo de la novela: el protagonista, el atribulado George Orr, viaja en un abarrotado vagón de tren del futuro, reflexionando sobre su extraña cualidad, que no sabe si es real o fruto de su imaginación. De pronto, un detalle de la conversación que acaba de mantener con su psiquiatra le hace comprender que este se ha dado cuenta de la realidad del problema y de que Orr no está loco. El alivio del personaje es inmenso, y la autora plasma de esta hermosa forma el modo en que sus sentimientos positivos alcanzan a cuantos viajan a su alrededor; la conexión, en definitiva, que existe entre todos los seres humanos: "Tan grande fue la alegría que experimentó Orr, que entre las cuarenta y dos personas que habían estado entrando apretujadamente en el vagón mientras el pensaba estas cosas, las siete u ocho que lo presionaban sintieron una débil pero definida sensación de benevolencia y alivio. La mujer que no había podido arrebatarle el agarradero del que se sostenía, sintió que el agudo dolor de callos que experimentaba cesaba como si hubiera recibido una bendición; el hombre aplastado contra él a su izquierda, pensó de pronto en la luz del sol; el viejo que estaba sentado encogido justo enfrente de él olvidó por un instante que tenía hambre".
En esta novela en la que proliferan los extraterrestres y los desastres que asolan la humanidad, hay sin embargo frecuentes notas de lirismo, delicadas incursiones en la intimidad de los personajes, en el pequeño detalle que nos acerca a nuestros semejantes y nos aleja de la soledad. Elijo como ejemplo un pasaje del comienzo de la novela: el protagonista, el atribulado George Orr, viaja en un abarrotado vagón de tren del futuro, reflexionando sobre su extraña cualidad, que no sabe si es real o fruto de su imaginación. De pronto, un detalle de la conversación que acaba de mantener con su psiquiatra le hace comprender que este se ha dado cuenta de la realidad del problema y de que Orr no está loco. El alivio del personaje es inmenso, y la autora plasma de esta hermosa forma el modo en que sus sentimientos positivos alcanzan a cuantos viajan a su alrededor; la conexión, en definitiva, que existe entre todos los seres humanos: "Tan grande fue la alegría que experimentó Orr, que entre las cuarenta y dos personas que habían estado entrando apretujadamente en el vagón mientras el pensaba estas cosas, las siete u ocho que lo presionaban sintieron una débil pero definida sensación de benevolencia y alivio. La mujer que no había podido arrebatarle el agarradero del que se sostenía, sintió que el agudo dolor de callos que experimentaba cesaba como si hubiera recibido una bendición; el hombre aplastado contra él a su izquierda, pensó de pronto en la luz del sol; el viejo que estaba sentado encogido justo enfrente de él olvidó por un instante que tenía hambre".
“Durmiendo encontraba menos falsedad
que cuando estaba despierto”. Así
comienza Amos Oz a adentrarnos en el peculiar mundo de Efraim Nissan, conocido
por todos por el diminutivo Fima, un
peculiar personaje construido a base de piezas que difícilmente parecen encajar
entre sí: carente de sentido práctico hasta rozar la estupidez, brillante en la
expresión de sus planteamientos ideológicos, apreciado por sus amigos, incapaz
para las relaciones personales demasiado estrechas, incansable adalid de la paz
entre árabes y judíos. Situado en el límite entre dos mundos irreconciliables,
Fima es una pura unión de opuestos que nos desconcierta constantemente. Amos Oz
lo sabe y no acude en ayuda del asombrado lector: dosifica la información y nos
presenta a su singular criatura poco a poco, sin aclaración alguna sobre sus
excentricidades; lo vamos conociendo paulatinamente, como conoceríamos a un ser
humano real, a base de confundirnos una y otra vez con respecto a sus motivos y
a su verdadera naturaleza.
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