EL OTRO TITULAR

Llevo varios días leyendo titulares de periódicos que me producen especial desazón. La banca segregará voluntariamente los activos tóxicos… El Fondo Monetario Internacional pide diagnóstico integral de activos tóxicos de banca española… Rechazo a la creación de un “banco malo” para absorber los activos tóxicos... Extraños términos estos que nos acechan en los últimos tiempos en los telediarios, en la radio, en la prensa. Expresiones con reminiscencias de riesgo ecológico, de envenenamiento, de peligro natural. Activos tóxicos. El lector de a pie, el que escucha la radio o mira la televisión, se siente de inmediato amenazado en su integridad física.


Por fortuna, los periodistas matizan tan incomprensibles expresiones añadiendo palabras más familiares a los profanos, tranquilizadoras incluso a fuerza de concretas: activos tóxicos inmobiliarios, activos tóxicos del ladrillo. De golpe, se nos aclara el concepto y suspiramos, aliviados, a pesar de la funesta situación que se nos retrata. Resulta que esos “activos tóxicos” de los que tan denodadamente luchan por desprenderse nuestras entidades bancarias están apoyados en algo concreto, familiar, presente en las vidas de todos: viviendas. Y en nuestro cerebro se despliega de inmediato un titular mucho más largo.

Vivienda. Casa. Hogar. O lo que es lo mismo: ese espacio a cubierto cuya puerta, al cerrarse, nos aísla del mundo exterior y nos sume en un ámbito familiar, confortable. O dicho de otra manera: ese pedacito de mundo que elegimos en su día para echar raíces porque estaba cerca del trabajo, porque nos gustaba el barrio, porque tenía buena luz, porque su precio estaba -o eso creímos- a nuestro alcance, porque la zona era tranquila, porque había parques a su alrededor. O bien: ese proyecto que nos ocupó la mente y el tiempo durante muchas horas, que nos obligó a echar cuentas y a ajustar presupuestos y a ahorrar y a colocar y recolocar mentalmente nuestro salario de décadas. Ese sitio con el que soñamos solos o en pareja o en familia, esas paredes que decoramos, esa deuda que empezamos a pagar como quien emprende un viaje larguísimo y trabajoso, esas habitaciones que llenamos de voces, risas, discusiones, murmullos, jaleo, música, conversaciones, confidencias. Ese espacio que llegó a ser una prolongación de nosotros mismos y en el que nos refugiamos, soñamos, sufrimos, crecimos y nos transformamos. Esas paredes y suelos y tabiques y techos que nos han visto reír, enfadarnos, desesperar, discutir, esforzarnos. Ese lugar en el que pensamos que envejeceríamos, pero que un día, algunos de nosotros perdimos a manos de un banco que ahora desea a toda costa desprenderse de semejante herencia.

Pero lo comprendo: es un titular demasiado largo este que se despliega en mi cerebro. Resulta mucho más operativo resumirlo hablando de “activos tóxicos del ladrillo”. Porque vivimos en un mundo rápido, sin tiempo para contemplaciones. Un mundo implacable en el que las historias personales se vuelven cifras. En un mundo tóxico, probablemente.

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