EN EXPOSICIÓN (XXI): PAUL DURAND-RUEL Y LOS ÚLTIMOS DESTELLOS DEL IMPRESIONISMO

La Fundación Mapfre de Madrid está pletórica de exposiciones en este último trimestre del 2024; tres interesantes muestras de pintura y fotografía coinciden en sus salas hasta el arranque del año próximo. Empezaré por la que lleva como título el nombre no de un artista, sino de un célebre marchante de arte que aglutinó en torno a su galería de París a una generación de pintores que superó los supuestos estéticos del impresionismo a finales del siglo XIX: Paul Durand-Ruel. La exposición dedica un espacio a cada uno de los cinco pintores que contaron con su apoyo para, partiendo de una visión muy cercana a las de sus predecesores impresionistas, explorar nuevos territorios y abrir paso a la renovación del siglo XX. 

La posición más clásica está representada por Gustave Louiseau. Muy cercano en este caso a Claude Monet, maestro de los paisajes indeterminados y brumosos, Louiseau crea una imagen emblemática de París en el cuadro titulado Avenida Friedland. La atmósfera invernal se interpone como un velo entre la célebre panorámica que conduce al Arco de Triunfo y el ojo del espectador. El frío, la humedad y la agitación de la vida urbana son las sensaciones que prevalecen al observar esta hermosa captación de lo instantáneo, elaborada con una rigurosa sobriedad cromática y un color gris deslumbrante. Los viandantes creados con un par de trazos, los vehículos apenas esbozados: todo bulle de vida en esta imagen difusa y a la vez plena de dinamismo.

 

El uso de una pincelada que en cierta medida recuerda al puntillismo y el efectista contraste entre el fondo oscuro y las notas doradas y rojas sirven a Maxime Maufra para realizar todo un canto a la luz eléctrica en el cuadro titulado Fantasía nocturna. La obra tiene un subtítulo que aporta una perspectiva histórica a tan mágica denominación: Exposición Universal de París de 1900. La capital de Francia y del mundo en esos momentos, en los albores de un nuevo siglo que se prometía moderno, civilizado y audaz, ¿qué podía haber más vistoso y rutilante? Guiado por esa confianza, Maufra crea una escenografía espectacular con un cielo surcado por haces resplandecientes, edificios que lucen sus mejores galas eléctricas y un Sena cuyas aguas son un prodigio de color. El barco a punto de pasar bajo el puente lanza al viento una nube de vapor que parece una llamarada. En su entusiasta tributo a la modernidad, Maufra nos regala la más luminosa de las noches.


Henry Moret es un pintor suave y jovial, con una viva paleta que produce en quien contempla sus cuadros un efecto tranquilizador. De su mano, incluso una amenazadora tormenta sobre el mar se convierte en una escena grata, con cierto toque de ingenuidad infantil, en Esperando el regreso de los pescadores. El punto de vista adoptado por el pintor, y que nos sitúa por encima de las figuras que otean inquietas el horizonte, contribuye a la impresión de estar siendo testigos de las evoluciones de unos personajes de cuento, sencillos y coloridos, que nos ocultan el rostro y, con él, la expresión de su angustia. Las olas agitadas y la cortina de lluvia ocupan gran parte del cuadro, que aun así dista mucho de las clásicas representaciones de un mar sombrío y amenazador. Se imponen la luz y el color de Moret, que están reñidos con cualquier pensamiento funesto. Por mi parte, estoy convencida de que, si la escena cobrara vida, contemplaríamos el regreso de la nave y el reencuentro gozoso de los pescadores con sus familias.

Con un estilo dibujístico y una composición que emula el arte fotográfico, Albert André capta el bullicio portuario en el cuadro titulado En el muelle del Puerto Viejo de Marsella. No he podido encontrar en Internet ninguna reproducción de esta obra, hecho tal vez derivado de su pertenencia a una colección particular, pero no he podido resistirme a incluirla en esta reseña, aunque sea a través de la fotografía hecha por mí en la misma exposición. Me seduce extraordinariamente esta instantánea llena de vida: el vuelo del vestido de la mujer que se sujeta el sombrero para no perderlo en su veloz avance; la visión parcial de la mujer en segundo plano; el diálogo de la pareja que se «sale del encuadre», como si se tratara de una fotografía; el trasiego de personajes apenas esbozados que maniobran al fondo con las mercancías. Nos parece oír el ruido de la actividad humana, nos parece sentir en la piel el calor del rabioso sol del Mediterráneo.


Las piezas de Georges D’Espagnat presentes en la exposición destacan por su delicada y evocadora captación del mundo de la infancia. Fascinado como sus compañeros de generación por los temas que son símbolo de progreso y modernidad, D’Espagnat crea en La estación de las afueras una escena que representa uno de los grandes avances tecnológicos de finales del XIX. Los niños de este artista parecen siempre pintados con una técnica especial, como si se hubieran escapado de una ilustración de libro infantil. Esta figurita vestida de rosa y blanco parece haberse colado con su limpidez y candor en esta escena en la que predominan los ocres y los negros. Son maravillosas las dos damas que flanquean al pequeño protagonista: esbeltas, elegantes, desvinculadas de acompañamiento masculino. Cuando contemplé este cuadro por primera vez, tuve la impresión de que bajo esta escena aparentemente cotidiana se escondía algo que yo no llegaba a captar del todo. La carita difusa del niño me parece contener un interrogante; el tren que irrumpe, impetuoso, en la estación, viene cargado de algo impreciso sobre cuyo último significado solo puedo elucubrar.  

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