ELOGIO DEL BURRO
Pongo las noticias de la radio con miedo, como todas las mañanas. Estoy en la cocina, contemplando la negrura exterior a través de la ventana, quitándome las brumas del sueño y conjugando con torpeza la acción de buscar la aplicación de la radio en la pantalla del móvil con la de disponer sobre la encimera los cacharros del desayuno. Pulso por fin el botón y me encojo. Sé que están a punto de emerger del aparato misiles, explosivos asociados a dispositivos electrónicos, territorios desolados, víctimas que gimen, dirigentes que vomitan violentas soflamas o se inhiben bajo tibios discursos. Sin embargo, por una vez, me saluda la voz risueña de un periodista. Está contando una noticia con la liviandad de quien relata una anécdota familiar divertida. Al principio no le presto demasiada atención; es la clásica referencia a los ganadores de un premio millonario en un juego de azar, en este caso una pareja que habita en un pueblo de Andalucía. Pero entonces le ceden el paso a uno de los protagonistas, un hombre de cierta edad, a juzgar por la voz, que rechaza las opciones que le da el entrevistador para gastar su recién adquirida riqueza. ¿Un coche de lujo? Qué va, qué va. La razón es sorprendente: a este reciente millonario lo que le gustan son los burros. Y lo explica así (más o menos, porque estoy tirando de mi memoria matutina): «A mí, cuando veo un burro bueno, se me caen los ojos. Los coches me parecen todos iguales».
Las noticias de la radio han regresado a las ruinas y los misiles,
las voces que emanan del móvil se han vuelto graves y admonitorias, pero yo
miro al exterior —que me parece menos oscuro que hace unos instantes— con una
sonrisa. Pienso en la insólita circunstancia de empezar el día oyendo hablar en
la radio de estos animales humildes, sometidos al yugo de los humanos desde
tiempos inmemoriales y cuyo nombre se emplea en la lengua coloquial para
denominar al sujeto de pocas luces. Desde niña he sentido por ellos una
especial ternura. Olvidada por completo de las prisas que rigen el comienzo de
la jornada laboral, convoco en mi mente un repertorio de burros ilustres, el
asno de oro de Apuleyo, el rucio de Sancho, el peludo y esponjoso Platero de Juan
Ramón. Recuerdo luego con nostalgia un verano en una casa rural asturiana en la
que tenía por vecinos a un puñado de estos animales, que me miraban con melancólica
gratitud cuando bajaba a alimentarlos con restos de puerros. Definitivamente, a
mí también «se me caen los ojos» (extraña expresión: ¿la dijo realmente así el
afortunado ganador del premio millonario?) cuando veo un buen burro, o incluso
cuando veo un burro en general. Los coches, en cambio, me parecen todos
iguales.
Habrá que escribir un elogio del burro, no creo que falte tanto para ello porque son animales en peligro de extinción y con eso supongo que merecerán un poco más de atención...lo malo son esos otros, mal llamados burros, que, también de forma inapropiada, decimos que rebuznan desde algunos escaños del Congreso y el Senado...lo malo es que esos no están en peligro de extinción.
ResponderEliminarSí, la extinción de ciertas especies y la proliferación de otras me produce una rabia enorme. Quiero creer que está en nuestra mano modificar ambas.
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