CUESTA ARRIBA

Tengo la impresión de que este mes inicial del año dura ya cuarenta días. Con sus correspondientes noches, como la estancia de Cristo en el desierto. Igual de duro y mortificante me está resultando, válgame la hipérbole bíblica. Hay –supongo– circunstancias personales añadidas a la habitual sensación de dificultad con la que se afronta este mes inaugural, pero el caso es que me parece que enero de 2024 ha rebosado ya ampliamente sus límites cronológicos y amenaza con inundar el año entero. Más que nunca, el lugar común de la cuesta de enero ha cobrado sentido para mí. 

Hace unos días, leyendo Un lugar desconocido, del novelista japonés Seicho Matsumoto, me encontré con una vívida descripción que ilustra perfectamente esta sensación que acabo de explicar. La novela cuenta la historia de un hombre que pierde a su mujer de forma inesperada. Ella ha sufrido un infarto en plena calle, cosa nada sorprendente, dada la debilidad de su corazón. Lo que es extraño e inquieta al protagonista (y, con él, al lector) es el lugar en el que se ha producido la muerte: una zona de la ciudad que la fallecida no frecuentaba y a la que no tenía ninguna razón para ir. En concreto, una calle en la que solo hay dos tipos de edificios: chalés y hoteles de citas. Llevado por un desagradable presentimiento, el protagonista explora ese territorio extraño, ese lugar desconocido al que alude el título de la novela, buscando rellenar el vacío de los últimos momentos de la vida de su esposa y, de paso, despejar las dudas que le asaltan sobre su matrimonio, que se ha convertido de pronto en otro lugar desconocido, un territorio ajeno, lleno de recodos oscuros. Lo que añade dificultad a esta exploración ya de por sí incómoda es la naturaleza del escenario donde se desarrolla: una cuesta empinada. Porque la calle por la que caminaba la mujer cuando sufrió el ataque que le costó la vida es una pendiente pronunciada, una vía inhóspita, sin peatones, por la que solo de cuando en cuando transita algún automóvil furtivo. Y para describir con más viveza tan poco acogedor escenario, Matsumoto echa mano de la pintura. En concreto, de un cuadro muy célebre para sus compatriotas: Kiritoshi no shadei (lo cual, según me informa la traducción inglesa, quiere decir algo así como Camino que corta una colina) del pintor Ryüsei Kishida. Dicho cuadro refleja un rincón del barrio de Tokio en que transcurre la novela de Matsumoto, décadas antes de convertirse en una zona residencial.

Me encanta que los escritores hagan alusión a obras artísticas y, en el caso de que estas me sean desconocidas, me apresuro a buscarlas en Internet. Así ocurrió en esta ocasión. Fue de este modo como me encontré frente a frente con esta imagen desoladora, la del camino de tierra flanqueado por un lado por un muro de piedra y por otro por unos árboles de escaso porte. El punto de vista adoptado por el artista nos sitúa inmersos en plena pendiente, alzando la vista hacia su final, que se antoja huidizo, imposible de alcanzar. Un rincón apenas urbanizado, un territorio hostil: el compendio de todas las cuestas, incluida la cuesta mental en la que me siento atrapada desde hace días. Observo el cuadro de Kishida y me visualizo ascendiendo trabajosamente, con el aliento perdido, sin llegar nunca a lo alto. Esta cuesta japonesa me parece el símbolo perfecto de mi mes de enero. La literatura encierra oportunas casualidades como esta.

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